Ver cine negro es ver historia del cine, de la sociedad y del ser humano. No hace falta explicar lo último, que cada película hará a su manera, pero sí conviene recordar la importancia de este género o estilo en el moderno cine de acción o en infinidad de series de televisión actuales. O, lo más importante, conocer el cine negro nos permite bucear en el ya centenario expresionismo alemán y el primer cine de terror y comprobar cómo la sesentera nueva ola francesa, tan moderna ella, nacía de películas de serie B anteriores como El demonio de las armas (Gun Crazy, Joseph H. Lewis, 1950).
Basado parcialmente en la historia de Bonnie y Clyde, el guion de Dalton Trumbo (que ya no pudo firmar por estar en la lista negra) nos cuenta una historia de amor loco e imposible entre dos enamorados de las armas (el título original parece referirse a él, pero ella no lo es menos) que terminarán castigados por su destino de perdedores vinculados a la violencia, los atracos y lo fatal. John Dall, que venía de La soga con Hitchcock, interpreta a Bart Tare, quien comienza la película siendo un niño que rompe un escaparate para robar… todas las armas que puede. A pesar de lo siniestro del joven (interpretado en esa escena, por cierto, por Russ Tamblyn, cuya filmografía iría de West Side Story a Twin Peaks, casi nada), Bart solo quiere dedicarse a disparar, pero queda traumatizado de niño al matar un pollo y, en principio, ya no es capaz de tirar contra nada vivo… Y aparece ella.
Peggy Cummins es Annie Laurie, tiradora de feria que usa las armas con habilidad y como obvia metáfora sexual (enciende cerillas a tiros…), pero que es mucho más compleja que todo eso. La relación que establece con Bart es de dependencia sexual y económica y, como buena femme fatale, apenas atisbaremos su humanidad en un plano (al ver a un bebé y aspirar a formar una familia), aunque durará poco (¡cogerá al bebé para usarlo como rehén!).
Pero si El demonio de las armas es hoy una película de culto es gracias al director Joseph H. Lewis, quien no suele aparecer en listas de favoritos pero que conseguía milagros como rodar en semanas producciones de meses, economizar bajos presupuestos con recursos ingeniosos o aportar y crear ideas que crearían escuela. La nouvelle vague pondría las cámaras en la calle para que los actores improvisaran y algo de eso hay ya en El demonio de las armas, padre indiscutible de Al final de la escapada sin ir más lejos.
Es una escena memorable. Cuando ya hemos visto varios atracos de Bart y Laurie, Lewis planta la cámara en la parte de atrás de su coche y decide mostrar el siguiente atraco desde ahí. No solo eso, mandó a los actores improvisar diálogos y no avisó en la ciudad del rodaje. Pura vanguardia para una escena perfecta. Los actores se pisan al hablar, como harían en la vida real (“A ver si hay sitio para aparcar” y líneas así que transmiten nervios y verdad: ¡no sabían si habría sitio delante del banco!); la pareja va vestida con sombreros de vaqueros como si fuera un juego o rindieran homenaje a cuatreros del pasado, pero Lewis no hace ni un subrayado al respecto: pura sutileza; y la huida es tan impecable que, mientras tememos que algún coche se les cruce, Peggy Cummins mira hacia atrás acercándose a Dall y parece sonreír excitada mientras la cámara se acerca. ¡Oro puro de cine en un solo plano secuencia!
Pues, aunque esa sea la escena más recordada, Lewis aporta mucho más. Estaba previsto que los amantes se separaran tras el último atraco para esconderse por separado pero Lewis optó por que siguieran juntos y nos lo muestra en una escena en la que cada uno está en su coche y giran los dos para reencontrarse y fundirse en un abrazo abandonando uno de los autos. Parece un wéstern de asfalto atravesado por el amor loco y fatal, ¿no está ahí toda la historia del cine?
Más todavía. La simbiosis entre los protagonistas y los coches es tal que parece que al director se le agotan los recursos para encuadrarlos. Pues bien, no se pierdan los planos ¡desde debajo del salpicadero! en contrapicados muy forzados pero casi expresionistas que consiguen que no veamos dos escenas iguales. Sí, el primer plano es una herramienta fundamental para contar esta historia llena de sentimientos a flor de piel.
Por poner otro ejemplo, Laurie se harta de comer hambuguesas sin cebolla, para ahorrar, y da un ultimátum a Bart. Bart parece dudar pero se acerca a la cama donde está ella y le da uno de los besos más sensuales y apasionados de la historia del cine. Que comiencen los tiros.
Y no es menos canela en rama el final en medio de la niebla de un bosque. Lewis se ahorra sacar a los policías y a los perros y son los rostros de los protagonistas los que nos cuentan el miedo, la excitación, la certeza de que es el final del camino y el punto final. Otra maravilla de puesta en escena y de resolución.
Si no han visto El demonio de las armas, son afortunados: van a descubrir una película moderna, innovadora y apasionada. Cine negro del bueno.