La huida (The Getaway, Sam Peckinpah, 1972) puede considerarse una violenta película de sucios atracadores odiosos y crueles, con escenas que bordean la pornografía y en la que nadie parece tener buenos o nobles sentimientos. Sin embargo, resulta ser una bellísima historia de amor, llena de ternura y lirismo que solo los tipos duros de verdad podrían hacer. Como Peckinpah, por supuesto.
Y es que Sam Peckinpah ha pasado a la historia por revolucionar el cine de los setenta con su estética de la violencia y el montaje, que mezclaba y retorcía con saltos atrás y adelante para impactar y provocar. También, por su carácter violento y alcohólico, que le llevó a conflictos con productores y actores. Pero ese Peckinpah ya deja entrever su visceralidad y su autenticidad, su amor por las causas perdidas o su personalidad ajena a modas. Algo que, evidentemente, se refleja en sus protagonistas, marcados por un código de comportamiento independiente, personal e incorruptible. Regido por la lealtad, porque, y aquí viene la guinda, aunque Sam se casó cinco veces, tres de esos matrimonios fueron con la misma y definitiva Begoña Palacios, símbolo de su amor/odio imposible por México y la frontera. Es decir, bajo el polvo de la violencia y la dureza irascible, como casi siempre, se escondía un romántico lleno de autenticidad.
La huida (The Getaway, 1972) es un perfecto ejemplo de película peckinpahiana, a pesar de que partía de una novela de Jim Thompson y el guion lo terminó Walter Hill. Doc McCoy sale de la cárcel y se reúne con su mujer, Carol, que es quien ha conseguido la condicional gracias a acostarse con el corrupto Jack Benyon. Precisamente Benyon les ofrece un atraco a un banco con dos de sus secuaces y todo termina saliendo mal… sobre todo para Benyon y los suyos. La historia puede parecer convencional, por lo que el director será el que marque las diferencias con un montaje lleno de originalidad e insertos, unos actores en estado de gracia, secundarios incluidos, y ese lirismo comentado que catapulta la película al Olimpo.

El novedoso montaje se puede resumir con el arranque. Por no volver a la violencia y la cámara lenta, en el comienzo ya percibimos al enorme director que fue Peckinpah. A través de los ojos de Doc en la cárcel, vamos saltando a su vista por la condicional, sus trabajos en la cárcel con una máquina textil, los ciervos que pasean a las afueras del penal, imágenes de su esposa en la celda que le recuerdan lo que tanto echa de menos… todo ello mezclado caóticamente pero con perfecta coherencia y fácil de entender. Doc está harto de ese mundo en el que todo es igual y solo recibe noes por respuesta y anhela volver a abrazar a su mujer, pero la monotonía del ruido de la máquina le (nos) recuerda que no hay salida. Todo esto, como digo, en apenas cinco minutos.
Lo segundo a destacar es todavía más elocuente. Steve McQueen como icono de lo cool, eso tan intangible como el jazz cool y que en McQueen significa elegancia (traje y corbata en medio del polvo y los desarrapados que le rodean), dureza, carisma, sentimientos (no puede disparar al villano desarmado a la cara), personalidad… Tantas cosas inasibles que, si supiéramos definirlas o abarcarlas, todos seríamos como él. Y no, nadie lo es. Ali MacGraw venía de Love Story y parece querer distanciarse de la simple Jenny con una mujer que se prostituye para salvar a su marido, que mata a quien haga falta, que discute y amenaza con dejarle o que, literalmente, se revuelve en la basura por el hombre a quien venera. Metáfora del estiércol tan obvia como rotunda y que, incluso así, hace que la pareja siga luciendo como lo que son: estrellas. Pero completemos el reparto con Ben Johnson, Sally Struthers, Slim Pickens o Al Lettieri, quien como secuaz de Benyon persigue con ahínco a Doc y desarrolla toda una trama alternativa llena de sordidez con un veterinario y su mujer a quienes secuestra y amenaza, seduciendo a la segunda y provocando el suicidio del primero ante su absoluta indiferencia (¡se sienta en el inodoro con el fiambre al lado en un gag inolvidable!). Gran Lettieri que precisamente ese año también fue Sollozo en El padrino.
Pero lo que diferencia a Peckinpah de las lecturas más simplistas es su poética y su elegancia en el fango. Ya hemos citado a McQueen y MacGraw emergiendo de la basura con toda su personalidad, pero podemos añadir las muchas escenas de los niños contemplando y admirando la violencia. Ya habían aparecido en el célebre arranque de la inigualable Grupo salvaje, pues bien, aquí los niños también observan y juegan con sus pistolas de juguete (genial escena del tren) y también apuntan a convertirse cruelmente en lo que ven. Esa pérdida de la inocencia no se ve en pantalla, los niños ya son crueles de serie y Peckinpah únicamente lo subraya pues nadie es inocente.

Y llegamos a la secuencia final en la que Doc y Carol cruzan la frontera gracias a un mexicano que les lleva en su camioneta y aprovecha para introducir el ¿mejor? diálogo de la película. Con sinceridad y naturalidad espontánea, tras liberarles de la policía, pues se identifica con su rebeldía, el vaquero les pregunta si están casados. Ellos responden que sí y él lo celebra románticamente pues “en este maldito mundo ya no hay sitio para la ética”. Puedes matar y robar pero si, al menos, eres fiel a tu esposa, eso salva el mundo. Como si fuera un sacerdote laico salido de la tierra, el mexicano bendice al matrimonio y les recomienda asentarse y tener una familia como hizo él hace décadas.
Esa es la moraleja de Peckinpah, precisamente cuando durante el rodaje de La huida había dejado a Begoña Palacios para casarse en México por unos meses con Joie Gould (también Ali MacGraw dejó a Robert Evans por McQueen, algo de huida tuvo La huida…). Entre polvo, sangre, ira y fuego, la única esperanza es la lealtad y el amor. Enamórense, por ejemplo, del buen cine.