Todo el mundo recuerda el arranque y el final. Y con razón. Pero dentro de Cuerpo y alma (Body and Soul, Robert Rossen, 1947) hay mucho más que exprimir, porque es una película de boxeo negra, como el resultado de un gancho, y con el trasfondo del deporte que mejor abre el alma de los dioses y de los monstruos: el Noble Arte.
La cámara vuela en la noche subida a una grúa y desciende por entre un árbol en la noche. El viento mueve las ramas y también un saco de boxeo en lo que parece un ring de entrenamiento al aire libre. Nos acercamos a una ventana con los consabidos claroscuros expresionistas y el protagonista despierta inquieto (¡con cicatrices y corbata!) gritando: “¡Ben!”. Sale al patio, coge el coche y se marcha a la carrera. Solo ese siniestro y terrorífico arranque sería suficiente para engancharnos, pero los misterios continúan cuando le vemos llegar a un barrio, donde los chavales le aclaman como campeón, pero Charley solo busca su antiguo hogar donde su madre le recibe fríamente… y más gélida todavía su novia Peg que no quiere ni verle. ¿Por qué? Más todavía, el campeón tiene esa noche una pelea decisiva que parece estar amañada. Se tumba y empieza a recordar en un canónico flashback noir.
Toda esa presentación llena de interrogantes atrapa al espectador que intuye que el viaje le va a llevar desde la miseria al título mundial, dejando por el camino la ética y la integridad. Puede parecer tópico pero Cuerpo y alma es de finales de los cuarenta y, no solo está creando el género boxístico noir, sino que denunciar la corrupción y las mafias del boxeo en aquella época también era jugarse el cuello. Por ello, nada mejor que un puñado de tipos íntegros y amantes de la escena como Robert Rossen (director), John Garfield (actor), Abraham Polonsky (guionista) o James Wong Howe (fotógrafo) para embarcarse en esta aventura más neoyorquina que hollywoodiense. Por cierto, todos los nombres citados (y más participantes de la película) fueron investigados por McCarthy en la caza de brujas: alguno vio cómo acababa su carrera (Polonsky), otro dio nombres (Rossen) y John Garfield moriría en plena investigación de un ataque al corazón sin llegar a cumplir los cuarenta (diez días después que Canada Lee, que interpreta al boxeador negro en la película y que también estaba siendo investigado y también murió de un ataque al corazón. Ay, el Imperio y su democracia “ejemplar”…).
No sé si alguien se acuerda hoy de John Garfield pero se dice que a su funeral fue más gente que al de Rodolfo Valentino (claro que, ¿se acuerda hoy alguien de Valentino?). Garfield, que había boxeado, crea un Charley humilde pero enfadado con el mundo que ve el oropel del éxito y se deja engañar por el falso brillo de los billetes y de las piernas largas. Frente a él, las “tópicas” (lo dicho, tal vez hoy, no entonces) y sufridoras madre y novia, interpretadas por Anne Revere y Lillie Palmer (¡que sería la Madame en La residencia de Ibáñez Serrador!). Palmer transmite fragilidad y cercanía y, al contrario que la madre, que no quiere que boxee, ella admite que Charley es un luchador y, tal vez, hasta le ama por ello. En un hermosísimo toque de guion, Palmer es pintora, por lo que el contraste entre sus delicadas manos e inquietudes y las manos del boxeador son el eje sobre el que gira su relación. Igual que gira ese simbólico panel en el que por un lado está su retrato y, por el otro, el mueble bar. Obvio, sí, pero efectivo y contundente.
La película cojea con algunos detalles de guion como la explosión en un local, que no llega a explicarse, o ese atropello que se sacan de la manga sin venir muy bien a cuento. Sin embargo, las virtudes son superiores. Mencionábamos antes a James Wong Howe, director de fotografía chino con un carrerón que asusta: La cena de los acusados, El prisionero de Zenda, Objetivo: Birmania, Chantaje en Broadway…, y de él sería el mérito de “meternos” en el ring a pelear. Para involucrar al espectador, Howe puso al cámara sobre patines y era empujado con fluidez haciendo del combate final una escena antológica. Sumemos, sin duda, que de repente el público se calla y asistimos a un cruce de puños prácticamente en silencio, insólito e impresionante. “Nunca había visto algo así en mi vida. Un gran silencio se ha instalado en la multitud. Parece que sienten la llegada de la muerte”, dirá el comentarista a pie de ring. Pues eso, lo nunca visto para la antología de las películas de boxeo. Bueno, de las películas buenas, sin más.
Y queda el epílogo que no contaremos, pero que todos intuimos. Hubo un final alternativo pero Polonsky se decantó por el que vemos. Esa línea de “Todos tenemos que morir” se convierte en la filosofía de vida del hombre normal y decente. Del hombre de la calle que pierde a diario y solo gana cuando se equivoca la suerte. No es conformismo. Es la vida hecha celuloide.
También hay un malo cínico y sin escrúpulos (“Este es mi amigo” “¿Por cuánto?”), una femme fatale sin profundidad o el viejo y sabio boxeador veterano. Todo ello repetido después en multitud de ocasiones pero que no pueden faltar en el perfecto puzle del noir de boxeo. Revivan el viaje de Charley y no le teman a los golpes de la vida. Todos tenemos que morir. ¡Segundos fuera!