Una mirada superficial nos diría que el cine español de los cincuenta sería maniqueo, poco arriesgado, puritano, rutinario o servil. Peor para los superficiales porque se perderán ejemplos como este: tiroteo en el centro de Barcelona desde un coche, cocaína en pantalla, una mujer jugadora profesional de frontenis, un asesino misterioso… y más. Sí, en 1950.
Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950) parte de ese tiroteo desde un taxi que acaba con un muerto. La policía se pone a investigar y la única pista parece ser un anuncio en La Vanguardia que solicita un gerente para una empresa, previo pago de una alta cantidad. El anuncio huele a chamusquina y se empieza a tirar del hilo…
Son muchas las virtudes de este título (guion, por cierto, de Julio Coll y Antonio Isasi-Isasmendi, ambos futuros directores más que notables), por desgracia, poco visto y merecen ser destacadas por lo que supuso. Se suele decir que la película inaugura el nuevo cine policiaco barcelonés que unía cierto tono documental muy realista, con tramas bastante atrevidas para la época. Además, en Apartado de correos 1001 tenemos la clásica unión de dos policías, uno joven y el otro veterano, que trabajarán juntos combinando sus personalidades, como tantas veces hemos visto en el cine americano. Conrado San Martín y Manuel de Juan son la pareja de la Brigada y cumplen con creces con su papel, aunque su pulcritud pueda recordar casi al mundo de Roberto Alcázar.
Su actuación es profesional e impecable y, a pesar de contar con la consabida cesión al interés romántico, predomina la contemplación de su trabajo de forma fría y verosímil. A destacar la escena en la que seguimos el trayecto de una carta desde el buzón a Correos y hasta el bolso del delincuente. La cámara nos muestra todo el camino sin subrayados y con ese tono documental tan aplaudido en otros títulos extranjeros del cine negro de la época. En España, también se hacían esas cosas y tan bien o mejor.

La presencia femenina no será de una mujer fatal, pero Elena Espejo sí que creará un personaje de lo más llamativo para la época. Vive sola en una pensión y no está claro que esté implicada o no en la trama criminal. La sorpresa viene cuando de pasada comenta que es “raquetista” profesional y todos nos quedamos pensando en si la veremos jugar o será solo un guiño del guion. La escena llega y es fantástica. Antes, repito, antes que el famoso clímax final de Extraños en un tren de Hitchcock, en el que el protagonista jugaba al tenis y el director, al suspense; tenemos esta secuencia final en la que los policías acuden al frontón para ver a la chica, sí, pero sabiendo que es el cabo suelto que le queda al jefe de la banda y que este estará allí para eliminarla. Caos en las gradas, miradas a la pelota, miradas de la chica al policía joven, de los policías a la grada buscando a quien no conocen… o eso creen (el villano “sorpresa” será hábilmente encuadrado entre sombras y siempre sin verle la cara en los flashbacks para que no descubramos quién es hasta el final). En fin, una escena magnífica que, encima, no acaba ahí.
Por si fuera poco, el criminal se ve perseguido y huye por las famosas atracciones del Apolo barcelonés, que incluían toboganes, casas de la risa, espejos deformantes, puertas trucadas y demás elementos de diversión… cuando no eres un delincuente a la fuga o un policía en persecución. La referencia en este caso es clara: La dama de Shanghái de Welles y su expresionista final. Aquí también habrá tiros y el sinuoso tobogán con cadáver nos dejará una imagen deliciosa para pasar de la risa al grito. Impacto visual genial.
No olvidemos otros elementos destacables de la película como la escena en la que ponen un micrófono en la habitación de un sospechoso. Dicho así, podríamos pensar en un botoncito en el teléfono, pero viajemos a la prehistoria y gocemos con el minucioso trabajo de tirar un cable desde el balcón de arriba; recogerlo abajo con un micrófono de los de radio de toda la vida, nada de miniaturas japonesas; esconderlo detrás de la cortina y esperar que no se vea. Lo que decíamos: trabajo policial real que hoy despierta sonrisas y admiración por su valor histórico y que en 1950 seguramente invitaba al aplauso por la sofisticación heroica de las fuerzas de seguridad. Por otro lado, puesta en escena impecable, sin palabras y de claridad expositiva perfecta. Un diez.

Algo menos moderno y, más bien, guiño a los tradicionales recursos teatrales son algunos compartimentos secretos y el típico disparo que parece surgir de una pared donde un agujerito resulta ser letal, justo cuando íbamos a saber la identidad del jefe de la banda. Recurso este de matar al soplón justo en el último momento que siempre se ha criticado y, vaya usted a saber si no es también verosímil, pues cuántos peces gordos terminan en la calle mientras sus subalternos están entre rejas o criando malvas.
La mezcla del neorrealismo con el noir se completa por los paseos por la Barcelona de la época, los taxis, los vendedores de periódicos, el habla… todo un disfrute nostálgico o arqueológico que redondea la experiencia de seguir las cartas dirigidas a ese sospechoso apartado 1001. (Ah, y la escena del banco es un finísimo trabajo de suspense, miradas y tiempo. Para volver a revisar cuando acaba la película…).
No es muy conocida y está olvidada, pero, si pueden, denle una oportunidad a Apartado de correos 1001 y no se arrepentirán. Tiroteo en la calle, pareja de sobrios policías, una “raquetista” profesional, el Apolo y sus atracciones y un villano con botines, como si fuera George Raft: cine español sin nada que envidiar a nadie.