Llama la atención que uno de los mejores directores de la historia de España (¿el mejor? ¿de España?) no sea tan reconocido fuera de aquí. Algunos tratan de justificarlo por el localismo costumbrista de Luis García Berlanga, pero ¿acaso no eran “locales” el Quijote o Lázaro de Tormes o Goya o Valle-Inclán? Pues todos son tan geniales como universales, por lo que Luis García tendría que estar en un pedestal cinematográfico mundial que solo los ciegos o, ay, los trascendentes que huyen de la risa, no respetarían. ¿Es El verdugo (1963) mejor que Plácido (1961) o Bienvenido, Mister Marshall (1953)? No lo sé, pero sí que es la más cercana a las negras crónicas de #paramorirsedecine…
Lubitsch+Wilder con unas gotas de Valle, Goya y Quevedo, ¿alguien da más? El verdugo es la historia de un ejecutor de la pena de muerte, Amadeo, cuya hija se enamora de José Luis, un enterrador. El “chiste” parece excesivo, pero tiene poca gracia cuando el enterrador debe convertirse en verdugo, si quiere conseguir un piso para su futura esposa ya embarazada. Confiando en que no tenga que ejercer, acepta el empleo… Rafael Azcona y Berlanga firman un guion magistral (también colaboró Ennio Flaiano, aunque puede que solo para traducir al italiano, porque el humor de La dolce vita o Cabiria no es este) y lo siniestro del planteamiento evoca, sí, el esperpento de Valle, pero mirado con la mala idea de Quevedo.
Puede que Goya y sus negros Desastres parezcan estar más lejos, sin embargo la película no prescinde de lo cruel. El ruido metálico del maletín del verdugo es un efecto sonoro terrorífico, que se subraya cuando sacan los hierros del mismo. Seguro que muchos nuevos espectadores no saben en qué consistía ese instrumento, mejor para ellos, pero su imaginación aportará un horror tan terrible como los de Goya. Más aún, la famosa imagen del penal en el que se va a aplicar la pena: paredes blancas, el sombrero en el suelo y las sombras arrastrando al condenado… y al joven verdugo que no puede ni levantar las piernas. Risa, sí, pero congelada en cuanto uno reflexiona (recuerden los títulos de los Desastres goyescos).
Oscuras y casi goyescas serían también las Cuevas del Drach donde José Luis y su mujer “disfrutan” del espectáculo hasta que la Guardia Civil llega en barca y con megáfono a buscar al verdugo para que ejerza su labor. Ante este Caronte con tricornio hubo aplausos y carcajadas en su estreno… y sigue siendo un regalo cinematográfico impagable.
Está claro que el humor y la crítica están ahí. Fina ironía con los burócratas pidiendo papeles (muy Wilder), con el engolado escritor que firma libros o con diálogos inolvidables: “Dicen que el garrote es inhumano. ¿Qué es mejor, la guillotina? ¿Usted cree que hay derecho a enterrar a un hombre hecho pedazos? (…) Hace falta respetar al ajusticiado, ¡que bastante desgracia tiene!”, para después intentar meter la mano de José Luis en el casquete de la bombilla y demostrarle la crueldad de la silla eléctrica americana: “¡Los deja negros, abrasados! A ver dónde está la humanidad de la famosa silla. (…) Si existe la pena, alguien tiene que aplicarla”. Esto, claro, dicho con la voz quebrada de José Isbert, que no se puede doblar ni traducir, casi ni subtitular, porque Isbert solo hubo uno y hablaba español.
También hay que destacar a Nino Manfredi (protagonista, por aquello de que era una coproducción con Italia, aunque doblado por José María Prada), como el enterrador con sueños de irse a Alemania a trabajar, sueño tan moderno que duele, y que es condenado a heredar el trabajo de su suegro; o a Emma Penella, impresionante voz ronca como la de Isbert y curvas de sensualidad rotunda que encuentra la horma en el enterrador, pues ambos tenían problemas para encontrar pareja… Esto, claro, por no citar a José Luis López Vázquez, Ángel Álvarez, Julia Caba Alba, María Luisa Ponte… y uno de esos repartos eternos de Berlanga en los que todos están bien porque todos son buenos. Irrepetible.
Pero el toque Lubitsch consistía en nunca decir cuántas son dos y dos, sino dejar que el espectador haga la suma. En Berlanga (y Azcona) la crítica está ahí, pero nunca se dice abiertamente. La magia es retratar una sociedad de otra época sin crueldad, sintiendo compasión por las personas, pero no por los burócratas, empatizando con la subsistencia, pero no con los mandamases y bailando a la censura (sexo antes del matrimonio, críticas a la pena capital…) sin que lo parezca. Los detalles berlanguianos están en cada escena: probándose una sotana, José Luis hace la señal de la cruz para ver si le tira la sisa; los oficinistas recogen papeles mientras siguen con atención su partida de ajedrez; las mujeres de la Feria del Libro que se llevan el ejemplar firmado sin pagar; el champán del condenado a muerte y quién termina bebiéndolo… Son tantas y tan maravillosas las sorpresas sutiles que parecen esperarnos en cada visionado que terminan por convertir El verdugo en una obra inagotable. Como Valle o Quevedo. Como Lubitsch o Wilder. Como el Quijote.
Y la entrañable y familiar escena final, con biberón y todo, abandonando Mallorca en barco. A pesar de la muerte, había vida frente al mar. José Luis se reúne con su mujer, su hijo y su suegro. Destrozado física y moralmente, pero con el dinero recién cobrado. “¿Has comido algo?”. José Luis se tapa los ojos con el sombrero. “¡No lo haré más!”. Y Amadeo, sabio y veterano, apuntilla la película: “Eso mismo dije yo la primera vez…”. Otro demoledor recado a quienes pensaban que podían huir de su destino y descubrieron que solo podían taparse los ojos con el sombrero. Para reírse, sí, pero de nosotros mismos. Nada más sano, ni más inteligente.