Vemos de espaldas a un hombre llegar a una comisaría. Se sienta ante el comisario y declara: “Quiero denunciar un asesinato” “Siéntese. ¿Dónde ha ocurrido?” “En San Francisco. Anoche” “¿Quién es la víctima?” “Yo”. Ante ese estupendo y sugerente arranque, no queda más remedio que seguir viendo Con las horas contadas (D.O.A., Rudolph Maté, 1949), clásico de serie B de esos que abogan por la originalidad y el talento y que, en ochenta minutos, te dan más que otros en horas de grandilocuencia.
Tras ese impactante prólogo, el protagonista (el gran Edmond O’Brien: Forajidos, Liberty Valance, Grupo salvaje… sí, quédense con su nombre) nos cuenta en flashback cómo ha llegado a esa situación. El primer acto parece una comedia ligera: Frank Bigelow siente cómo le aprietan el anillo de casado al dedo y decide tomarse unos días en San Francisco, obviamente, sin su novia. En el hotel la tentación está a su alrededor y cada chica parece una invitación, hecho que se subraya de forma infantil hasta con delirantes efectos sonoros. Pero en un garito con demasiado jazz, humo y rubias, alguien le da el cambiazo a su copa y Bigelow empieza a sentirse mal. Un médico se lo confirma: ha sido envenenado con una “toxina luminosa” para la que no hay cura, le quedan horas de vida… Bigelow huye enloquecido por las calles e inicia una investigación, dando lugar así a la segunda parte de la película con gánsteres a tiros, viudas peligrosas, conspiraciones amorosas y la muerte acechando.
Ese punto de inflexión en el que Bigelow conoce su destino es justamente célebre. Está rodado en pleno San Francisco con cámara “oculta”, por lo que la locura frenética de O’Brien contrasta con el bullicio de la ciudad, el caos del tráfico (¡casi le atropellan de verdad!) o las caras de asombro de la gente. La carrera termina en un quiosco donde claramente se ve la cabecera de la revista LIFE (VIDA) y donde Bigelow ve a una niña jugando y a una pareja besándose. De forma brillante, vemos entonces recomponerse al tipo pues sabe que solo le queda aferrarse a la vida para encontrar a su asesino y tratar de hacer justicia con el recuerdo de su amor.
Esa excelente escena justifica el trabajo de Rudolph Maté. Maté es uno de tantos austrohúngaros (un saludo a Berlanga) que se exilió a Estados Unidos en los años treinta. Sin embargo, la particularidad de Maté es que era director de fotografía desde el mudo y que trabajó para Dreyer, Hitchcock, Lubitsch y suya es la iluminación de Rita en Gilda. No fue hasta los cuarenta cuando empezó a dirigir y, probablemente, Con las horas contadas sea su título más destacable como director, entre otros detalles, por la escena resumida en el párrafo anterior. Cine sin diálogos herencia de la pureza del cine mudo.
A pesar de su brevedad, la película nos reserva otras escenas memorables. Un tipo que ya está muerto no tiene nada que perder, por lo que Bigelow pasa de ser ese superficial picaflor del principio a un tipo con una decisión y voluntad con la que atropella todo lo que se pone en medio. Especialmente vemos ese cambio de carácter en su trato con las mujeres. A una viuda la interroga por el supuesto suicidio de su marido (“¿No es usted la persona más diplomática del mundo, verdad, Bigelow?”) y a una “modelo” le quita el arma sin contemplaciones, mientras la interroga y provoca su ira: “Si yo fuera un hombre, le partiría la cara” “La creo”.
La trama se complica hasta el extremo y los nombres rimbombantes se deslizan como mandan los cánones del noir: Phillips, Reynolds, Rakubian (ay, el eterno peligro extranjero), pero al espectador no le importa no enterarse del todo del hilo, sabe que a Bigelow le queda poco y se va acercando a la verdad… y a su muerte. ¿Hay mejor metáfora de la vida?
Por supuesto, su novia no tardará en seguirle para saber qué le ocurre y su despedida es emotiva, sí, pero necesariamente breve y mucho menos edulcorada de lo que podríamos imaginar: tanto el espectador, como ella, saben que la promesa de que Frank volverá no podrá cumplirse.
Finalmente, Bigelow se cobrará su venganza en uno de esos tiroteos en los que parece que hay que empujar el revólver hacia adelante para que salgan las balas: cine añejo, clásico y entrañable. Como es lógico, el epílogo vuelve a la comisaría, donde se certifica el contundente y crudo título original: Death On Arrival, Muerto al llegar.
Varias versiones más se han hecho de esta brillante idea (Dennis Quaid y Meg Ryan en los ochenta, por ejemplo), pero ninguna llega a la velocidad, ingenio, calidad y sobriedad de la original. Seguro que, aunque tengamos las horas contadas en nuestro día a día, encontramos ochenta minutos para disfrutar de esta película: no tenemos toda la vida…