Conciencia expresionista y católica

Fotograma de "El delator" (The Informer, 1935)
photo_camera Fotograma de "El delator" (The Informer, 1935)

John Ford vivió del mudo al Technicolor y en cada década como cineasta nos dejó, como poco, una, dos, tres obras maestras. El delator (The Informer, 1935) fue su primer Óscar como director y enlaza el mudo con el sonoro, mirando ya al cine negro y a las pesadillas de nuestra conciencia. Imprescindible.

Los gustos son volubles y los que piensan hoy de una manera mañana pueden pensar de otra. Peor todavía, quienes argumentan de una forma, tal vez en breve empleen esos mismos argumentos para decir justo lo contrario. Algo así pasa con El delator (The Informer, John Ford, 1935), película que maravilló a la crítica y a la Academia por su expresionismo, sus símbolos y sus subrayados y que hoy, algunos, la descalifican por ser “demasiado” expresionista, simbólica y obvia. Allá cada cual con sus hipocresías y contradicciones, noventa años después El delator es una película estupenda e inagotable.

               La historia es sencilla: en el Dublín de 1922 un miembro del Ejército Republicano delata a un compañero y amigo ante los ingleses por veinte libras. Antes de que acabe la noche, es ejecutado, aunque tiene tiempo para arrepentirse ante la madre de su amigo. La historia es melodramática y el propio Ford reconocía que le faltaba humor, sin embargo, ante el riesgo de caer en la lágrima fácil o el subrayado trágico, Ford decide centrarse en la culpa, en la conciencia y en un viaje expresionista por la mente de Gypo Nolan.

               Partimos de Victor McLaglen, por supuesto, boxeador reconvertido en actor, habitual de Ford y que solo ganaría este Óscar, aunque también fue nominado por El hombre tranquilo. La monumental figura de McLaglen centra la película y se debate con la culpa a cuestas y el alcohol que va consumiendo (y que Ford hacía beber al actor para rodarle con resaca y confundido: ideal para el personaje). Gypo es un pobre hombre, bocazas y alcohólico, que solo busca ser admitido y reconocido por el Ejército Republicano en su lucha con los ingleses, pero también sueña con irse a América con su chica (prostituta) y por ello el cartel que ofrece veinte miserables libras por su amigo resulta demasiado tentador. No solo el cartel perseguirá literalmente a Gypo (por el suelo, con el aire), sino que Ford hará que aparezca en la pared cuando ya no está, fruto de la mala conciencia del traidor. Fácil pero efectivo truco de cine mudo que resulta más expresivo que un diálogo.

               La ambientación expresionista es lo más memorable de la película. El Dublín de cartón piedra de Hollywood funciona porque está envuelto en niebla y esa oscuridad siniestra permite una iluminación muy particular. Casi siempre los ojos reciben un foco de luz y el resto de la cara está en sombra, de nuevo recurso expresivo del cine mudo, lo cual nos lleva a un cine de miradas en el que los actores tenían que transmitir sentimientos, no solo lucir su cara. Murnau es el referente del mudo, pero también hay mucho de M de Lang. La vanguardia alemana en Hollywood en clave de Ford: una maravilla.

               Ese decorado falso y sencillo (no es Dublín, es la mente del protagonista) subraya la claustrofobia y el encierro que va rodeando a Gypo. Su deambular por tabernas y burdeles podrían recordar al Leopold Bloom de Joyce pero a mí también me recuerdan a Max Estrella y a Don Latino, sobre todo porque a Gypo también se le une un “amigo” aprovechado detrás de su dinero y hasta aparece un ciego que sabe ver mejor que otros. No es el esperpento, pero el “rey Gypo” podría estar cerca.

               Y, naturalmente, está el catolicismo. Puede parecer muy obvio partir de la cita bíblica sobre Judas y terminar en una iglesia con Gypo pidiendo perdón ante Cristo con los brazos en cruz. Sin embargo, no olvidemos que estamos en la católica Irlanda y que para entender la culpa de Gypo hay que conocer la herencia judeocristiana, el funeral por el amigo, la importancia de la madre y el fervor religioso. No solo no sobra, sino que es imprescindible ese catolicismo.

               Pero la exuberancia de McLaglen y los símbolos de la culpa no impiden que Ford nos regale escenas visuales extraordinarias. A su habitual gusto exquisito y pictórico por el encuadre, sumemos por ejemplo la escena en la que Gypo recibe su dinero manchado de oprobio en comisaría: un policía lo deja en la mesa y otro se lo acerca con un palo… La traición mancha.

               Además, cuando los fieles a Irlanda van a por Gypo, sus gabardinas evocan al mejor cine negro y los crueles y violentos tiroteos (tanto el del amigo Frankie McPhillip como el de Gypo) anticipan el noir que se venía en los años cuarenta.

               Ah y la música orquestal que subraya el deambular de Nolan por las calles es de Max Steiner (Lo que el viento se llevó, Casablanca, Centauros del desierto…), tal vez excesiva en sus subrayados como eco del cine mudo, pero eficaz y rotunda.

               John Ford es inigualable e inagotable. No se crean a los críticos: descubran todo Ford y encontrarán familia, rito, amistad, religión, lealtad y culpa. Se encontrarán consigo mismos.

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