Bond, James Bond. Tres (o dos) palabras que evocan automáticamente elegancia, emoción, acción, sibaritismo, peligro, fiabilidad… No se puede concentrar más en menos. En 1962, en Agente 007 contra el Dr. No, Sean Connery pronunció por primera vez esa frase en un casino con su impecable esmoquin y nacía una leyenda inmortal del cine.
Por supuesto, su origen estaba en la literatura, en la década anterior, cuando el escritor Ian Fleming dio salida a sus fantasías calenturientas sobre agentes secretos, vividas e imaginadas durante la Segunda Guerra Mundial, para publicar Casino Royale, su primera novela, en 1953. Como él dijo, con no poca ironía, lo hacía para evadirse de la idea de casarse con más de cuarenta años, como así hizo. El resto, ya se sabe, es historia de la literatura y del cine.
Y de la cultura popular, porque alguna encuesta de esas que no sabemos de dónde salen (y no hablo de política, aunque lo parezca) nos contaba hace unos años que una de cada tres personas ha visto una película de Bond, dando fe de su éxito mundial y de su valor universal. La guinda, probablemente apócrifa (¿o no?): uno de cada cinco encuestados pensaba que era una persona real. Supera eso, Indiana Jones.

Se agotan los calificativos para este 2020 que todavía no ha acabado. Para los bondianos y para buena parte de los cinéfilos, será también un año marcado por la muerte de Sir Sean Connery (1930-2020). Connery fue el primer Bond del cine y tuvo la suerte de ser el único bendecido por Fleming, a pesar de las reticencias iniciales del escritor, y de moldear el personaje a su persona. El humor, la percha, la violencia, la elegancia natural… todo ello estaba ya en el mítico actor escocés que encadenó los cinco primeros Bonds seguidos: Agente 007 contra el Dr. No (1962), Desde Rusia con amor (1963), James Bond contra Goldfinger (1964), Operación Trueno (1965) y Solo se vive dos veces (1967). Exhausto, dejó el papel, pero con un gran cheque de por medio, Connery volvió en Diamantes para la eternidad (1971) y dijo “nunca jamás”.
A pesar de trabajar con Alfred Hitchcock, Sidney Lumet, John Boorman, John Huston, Richard Lester o John Milius, Connery volvería a ser “estrella mundial” en los 80 cuando, entre otros títulos mucho más notables, no soy ciego, estrenó Nunca digas nunca jamás (1983), regalando otra coletilla inolvidable a la cultura popular. Era su séptimo y último Bond, empatando con los siete que haría Roger Moore.
El australiano George Lazenby intentó imitar a Connery y no triunfó. Roger Moore hizo justo lo contrario, sabedor de que no debía intentar parecerse a la perfección, sino crear otra versión. Timothy Dalton se centró en Fleming, consciente de que el escocés era imbatible. Pierce Brosnan vio Goldfinger de niño y siempre soñó con ser James Bond para imitar a Connery.
Finalmente, Daniel Craig ha sabido crear una nueva versión del personaje desde el principio (o reinicio, como se dice ahora), pues Casino Royale (2006) supone un renacimiento de James Bond y de la Bondmanía mundial que creara Sean en los 60.
Cada uno tiene su Bond favorito, por razones sentimentales o académicas, pero nadie puede negar la influencia del escocés en la inmortal serie Bond. Otra estadística que hace mucha gracia a Brosnan: más personas han pisado la luna que han sido James Bond en el cine. Todos los aspirantes mencionan o conocen al original, al auténtico, a Sean Connery. Leyenda bondiana.
Del no estreno de Sin tiempo para morir (quinto y último Bond de Craig) y de la ridícula ¿”polémica”? del “Bond negro” (no, James Bond no será una mujer negra), hablaremos otro día.