Copitos de sangre sobre la nieve

Fotograma de Fargo (1996).
photo_camera Fotograma de Fargo (1996).

Los noventa acabaron con la inocencia aventurera de los ochenta y se fueron tornando más cínicos, más violentos y con más mala idea. El retrato del mundo se convirtió en muchas ocasiones en sátira cruel con personajes más o menos estúpidos que terminaban rebozados en sangre. Quentin Tarantino y David Lynch serían dos ejemplos de lo que estoy diciendo, uno, más vinculado al humor y la violencia, el otro, a las pesadillas y a lo escondido bajo idílicas superficies. Mezcla de ambos pudieran ser Joel y Ethan Coen, quienes tras acercarse al noir más clásico en Sangre fácil (Blood Simple, 1984) o en la impecable Muerte entre las flores (Miller’s Crossing, 1990), nos dieron en Fargo (1996) una mirada irónica, cínica y violenta de nuestro mundo, la cual, ay, todavía es perfectamente actual.

La película arranca con un largo cartel que explica que está basada en hechos reales pero que se han cambiado los nombres para preservar… bla, bla, bla. Todo mentira y el primer chiste de los Coen, que pretendían que la gente se creyera la película sin pensar demasiado en aspectos improbables que, curiosamente, no los tiene. El primer plano propiamente ya nos adentra en la atmósfera de Fargo, población al límite entre Dakota del Norte y Minnesota, donde el protagonista, Jerry Lundegaard (William H. Macy como nunca, en su mezcla de supuesta candidez y sibilino retorcimiento) va a contratar a un par de matones para que secuestren a su mujer y repartir el pago del rescate a medias. ¿Qué podría salir mal? Como suele ser habitual en los Coen: todo, claro.

               La atmósfera de la que hablamos no es solo el blanco puro de la nieve constante, solo manchado por postes y vehículos, sino que se complementa con los tipos que vamos a encontrar y su particular forma de hablar. La versión original siempre es imprescindible, pero con los Coen se hace irrenunciable, pues son muy obsesivos con el uso del inglés, ya sea a través de acentos, arcaísmos o neologismos, que hacen que sus películas tengan una sonoridad muy especial. En Fargo oímos constantemente el acento de Minnesota (la mayor parte de la película se desarrolla en la ciudad de Brainerd, no en Fargo) que es una curiosa mezcla de inglés con, pásmense, lenguas escandinavas que han llegado a través de la inmigración y que, por ejemplo, hacen que todos los personajes en lugar de “Yes” digan “Yaaaaa”.

               Ya en los noventa había ofendiditos de guardia a quienes se les ocurrió criticar el retrato aparentemente ingenuo y algo idiota de los habitantes de Minnesota… sin darse cuenta de que los hermanos Coen son precisamente de Minnesota. Saber reírse de uno mismo siempre es rasgo de inteligencia, por lo que está claro que los Coen hicieron poco caso.

               Porque, sí, las dos prostitutas que aparecen no tienen muchas luces y los dos secuestradores (Steve Buscemi, hablando sin parar, y Peter Stormare, actor sueco que apenas dice unas líneas como contraste) son algo chapuceros y torpes, aunque peligrosamente psicópatas cuando llega el momento. Sin embargo, la que ganó el Óscar y todos recordamos es la policía embarazadísima y nada tonta Marge Gunderson, interpretada por Frances McDormand, esposa de Joel Coen, por cierto.

               Marge es educada, de modales suaves, amante de su marido (solo les vemos en la cama o comiendo: hogar puro y duro)… Sin embargo, también es profesional y más que capaz cuando tiene que resolver el misterio de las tres muertes que aparecen sobre la nieve. Sin alterarse y sin que perturbe su paz, Marge investigará y no solo resolverá el caso sin darse mayor importancia (recuerda al mítico Colombo), sino que, cuando usa el revólver, lo usa con eficacia.

               Una de las escenas más criticadas por su aparente inutilidad creo que es de lo más reveladora. Marge va a tomar algo con un amigo del pasado que le cuenta que se ha quedado viudo y está en una mala racha… pero ella, ojo a su sexto sentido, primero, no le permite sentarse a su lado (“Es por no girar el cuello”) y, luego, reacciona con tranquilidad cuando consuela su llanto y se da cuenta de sus intenciones. ¿Qué tiene que ver esto con los crímenes y la mezquina operación de Lundegaard? Pues bien, Marge descubrirá que lo que le ha contado el “amigo” es todo mentira y que su supuesta esposa difunta está viva y nunca llegó a casarse con semejante perdedor. Justo en la escena siguiente la policía decide volver a interrogar al sospechoso Lundegaard porque se ha dado cuenta de que los más inocentes a veces son los que más esconden... Pero es que, además, esa inocente escena enlaza con el final de la película y con la mirada perdida de Marge que no entiende cómo la gente puede engañar, matar y robar. Esa bendita mirada inocente de la protagonista es la que todos compartimos y con la que empatizamos pues nos encantaría vivir en su mundo inocente de patos en los sellos o de lombrices para pescar. La realidad, por desgracia, no nos deja.

               Porque apenas hemos hablado del protagonista masculino (esa sonrisa engañando a los clientes del concesionario, esta sí, ¡basada en hechos reales!), envuelto en deudas y que pretende estafar a su propio suegro a costa de su hija, a quien todo le saldrá mal, siguiendo el canónico destino fatal del cine negro. Él sería el inspirador de la excelente serie Fargo (que lleva cuatro temporadas independientes), que no sigue la película más que en estar basada en hechos “reales” (ejem) y en el negro y casi siempre irónico destino que persigue a los aficionados a delinquir.

               Que la aparente frialdad de la nieve de Fargo no les confunda, dentro hay sangre muy caliente, violencia ardiente y, todavía, la inocencia y la esperanza de una madre embarazada. Mezcla perfecta de buen cine.

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