Crímenes a la romana

Fotograma de "Un maldito embrollo" (Un maledetto imbroglio, Pietro Germi, 1955)
photo_camera Fotograma de "Un maldito embrollo" (Un maledetto imbroglio, Pietro Germi, 1955)

Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, Pietro Germi, 1955) juega a confundirnos con dos crímenes con los mismos sospechosos, pero termina por embaucarnos con unos personajes inolvidables y carismáticos que mezclan humor y melancolía, derrotas y esperanzas y el blanco y el negro en una Italia de posguerra que tanto recuerda a España.

La editorial Notorious acaba de publicar Our Betters, libro en el que diversas personas dan sus listas de sus mejores películas de la historia y los oyentes de Cowboys de medianoche hacemos lo propio. Esto de las listas siempre permite conocer curiosidades y seguir el buen criterio de quienes saben más que nosotros. Sin ir más lejos, Arturo Pérez Reverte incluye en su selección Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, Pietro Germi, 1955) la cual, en mi ignorancia, no conocía, pero que ahora ya puedo glosar y recomendar (descubro después que la emitió Garci en su imprescindible ¡Qué grande es el cine!, pero ese día debí de faltar a “clase”).

La película de Pietro Germi se divierte con el enredo de dos crímenes en el mismo edificio sin aparente relación: un robo sin demasiadas consecuencias y un asesinato sangriento en otra casa. Sin embargo, y como ocurre en el buen cine negro, lo importante no será la resolución del caso o los trucos de guion que nos lleven a ella, sino la creación de un ambiente y de unos personajes memorables, con un protagonista fantástico, mujeres peligrosas y algo de crítica social. Todo eso y más está en este magnífico embrollo.

La posguerra mundial italiana siempre nos ha recordado a la española. El mismo ambiente gris, la vida en la calle, la omnipresencia de la fuerzas vivas, la censura y cómo sortearla. Todo eso está en Berlanga y en De Sica, en Bardem y en Fellini, y también en Germi, habitualmente situado un peldaño por detrás de los grandes del cine italiano. Un maldito embrollo nos lleva a una Roma neorrealista, pero que buscaba salir ya de la pobreza para meternos en la modernidad. Ese contraste lo tenemos en la joven que se da rayos uva para ponerse morena, en el teléfono que la policía lleva en el coche (aunque no suele funcionar) o en la curiosa escena del atleta que participa en una carrera de marcha. Esa Italia moderna contrasta con un Mussolini todavía no olvidado sino literalmente escondido en algún armario o con esas hermanas que discuten y hasta una se quita los dientes mostrando su miseria física y moral de forma terrible o con la lectura del testamento y la aparición de la hipocresía generalizada.

Y es que la película no rehúye la polémica o los temas truculentos y casi naturalistas. Uno de los vecinos es homosexual y busca relaciones con jovencitos. Otro tiene una querida rubia y espectacular (que hasta plantea tríos adúlteros). La prostitución también hace acto de presencia y traumas diversos que van desde la crisis de pareja por no tener hijos a la incapacidad del policía protagonista para tener una relación, pues Paola no le coge el teléfono… probablemente harta de esperar llamadas que nunca llegan.

Pero esto es Italia por lo que no desesperemos: el sentido del humor es omnipresente y las penas con sonrisas son menos penas. Los policías son tan chapuceros como encantadores. Uno come mucho y con ganas; otro fuma constantemente; otro se entretiene sacándole el teléfono a una camarera con la que intenta ligar; otro deja la vigilancia “un ratito”, suficiente para que se escape el que vigilaba… Una diversión constante que suaviza lo crudo del asunto o la violencia del crimen que, cuando aparece, parece anunciar el posterior giallo italiano y su sangre explícita.

Sin embargo, creo que el personaje que pudo enamorar a Arturo Pérez Reverte es el del inspector Dottore Ingravallo, interpretado por el propio Pietro Germi. Ingravallo es un profesional que se cansa de decir a la gente que no le llamen dottore porque no lo es. Siempre con gafas de sol y su sobrio bigote, consigue solucionar los casos con trabajo de calle y con astucia (el número del cuentakilómetros, la llave nueva y la llave vieja). Pero es su humanidad y su aire de derrota la que cautiva al espectador. Ya hemos dicho que llama a una Paola a la que nunca veremos, tal vez porque ya le ha dejado. Además, adopta una tierna actitud casi paternal cuando el novio de la criada le da su coartada (estuvo con otra mujer… por dinero) y aconseja a la joven que le deje, que no le conviene ese tipo. Más aún, cuando finalmente llega la detención, Ingravallo parece pedir perdón, como que no quisiera detenerlo y arruinar tantas vidas por un crimen absurdo e improvisado, pero así es el mundo. El detalle final de volver a ponerse sus gafas de sol no es el de la chulería americana, sino el ingenuo detalle humano de tratar de escondernos tras un telón para no ver la realidad… y, evidentemente, fracasar en el intento.

No hemos comentado todavía que la criada enamorada del electricista es nada menos que Claudia Cardinale con veinte añitos y que ya era tan magnética que cuando se descarta rápidamente como sospechosa del primer crimen y desaparece, de alguna manera todos sabemos que volverá a aparecer porque la película no respiraría (o suspiraría) sin ella. Igual que nosotros.

Y podemos destacar también la canción Sinnò me moro, que interpreta Alida Chelli y que baña la película de desamor, melancolía, derrota y viejos tiempos. Añadamos la lluvia, las gabardinas, los sombreros, los ruidosos teléfonos o la tristeza infinita del personaje de la asesinada, que daría para un melodrama, y tendremos un perfecto ejemplo de película negra policiaca con tintes neorrealistas a la italiana y humor genovés. Con perdón por la expresión macarrónica: bocato di cardinale. Nunca mejor dicho.

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