Un delicioso y cinéfilo delirio setentero

Fotograma de "Asalto a la comisaría del distrito 13"(Assault on Precint 13, 1976)
photo_camera Fotograma de "Asalto a la comisaría del distrito 13"(Assault on Precint 13, 1976)

La serie B siempre ha tenido la virtud de suplir la falta de presupuesto con el ingenio, por lo que son muchas las joyas que se descubren gracias a los pocos medios con los que contaban algunos creadores al comienzo de sus carreras. Si añadimos una mecha de cinefilia y alguna bala de sentido del humor, el resultado es explosivo.

Después de debutar con una ciencia ficción de cartón piedra en Estrella oscura (Dark Star, 1974), al veinteañero John Carpenter le ofrecieron dirigir lo que quisiera… que costara poco. Cinéfilo de primera fila y osado como todo joven, Carpenter quería pasarse al wéstern, pero el dinero no llegaba. ¿Cuándo ha sido eso un impedimento para alguien inteligente? El neoyorquino optó por escribir un wéstern moderno, que rindiera homenaje al Río Bravo de Howard Hawks, ambientado en el Los Ángeles de los setenta y con el trasfondo de la violencia entre bandas raciales. Si ya el proyecto nos parece ilusionante por lo delirante, Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976) resulta ser un divertimento absoluto lleno de referencias cinéfilas, opciones valientes y no poca guasa, que se convirtió en película de culto casi desde su estreno.

La película arranca con el tiroteo a unos pandilleros por parte de la policía y cómo el resto de las bandas realizan un truculento pacto de sangre que anuncia venganza… y mucha más sangre. La historia propiamente comienza entonces con tres escenas que terminarán convergiendo en la comisaría del título (que, por cierto, no está en el distrito 13: cosas de los distribuidores). Por un lado, el policía protagonista, el agente negro Bishop (Austin Stoker, los actores son todos flojos y poco conocidos, algo que incluso beneficia al carácter insólito y único de la película) tiene que ir a “cerrar” la comisaría del 13 porque se ha mudado a otro lugar. Por otro lado, un grupo de presos peligrosos se está trasladando, pero uno enferma y tiene que ser llevado inmediatamente a la comisaría más cercana. Por último, un padre y su hija se pierden en el coche, callejeando en el peor barrio posible…

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El planteamiento ya crea un suspense in crescendo porque sabemos que todos tendrán que llegar de alguna manera a la dichosa comisaría, pero no sabemos cómo ni qué les espera allí. Cuando llega Bishop, parece una comisaría aburrida y sosa, hasta que las bandas empiezan su asalto y tiroteo. Inspirándose en Romero y sus muertos vivientes, Carpenter no muestra ya a los siniestros asaltantes, sino que actúan como verdaderos zombis que se dirigen a la muerte sin preocupación. Esto, claro, hace que aumente la sangre y la violencia explícita, pero justificada por lo que estamos presenciando.

No voy a describirlo por si algún despistado todavía no se ha dejado sorprender con esta película, pero el plano más famoso y valiente de Carpenter tiene que ver con un helado de vainilla y ya marca el tono de lo que viene después. Si consiguen cerrar la boca después de eso, seguimos.

El homenaje a Hawks no es solo por Río Bravo (el montador es “John T. Chance”, el personaje de Wayne, cuando en realidad era el propio Carpenter, también compositor, guionista y director: ¡olé!). La chica se llama Leigh (Laurie Zimmer) como la mítica guionista hawksiana, pero es que también muestra ese carácter independiente y chulesco de las mujeres Hawks. Su relación con el criminal Napoleón Wilson es un tanto forzada, pero esa escena en la que le enciende un cigarro encendiendo una cerilla con la uña es puro sueño eterno…

No dejemos a Napoleón Wilson (Darwin Joston) que compite en carisma con Bishop por su carácter taciturno pero irónico y con la frase siempre adecuada. Carpenter se inspiró en el Charles Bronson de Hasta que llegó su hora y hasta él mismo dice que tiene “algo que ver con la muerte”, como le decían a aquel en el clásico de Leone. Wilson se pasará la película pidiendo un cigarro a todo el que encuentra y terminará hombro con hombro con Bishop en una entrañable despedida de camaradas, una vez más, hawksianos. Con inteligencia, Carpenter no desvela los crímenes que llevaron a Wilson a la cárcel, por lo que el espectador puede empatizar con él y convertirlo en leyenda.

Ya hablamos de la falta de presupuesto que lleva a decisiones tan interesantes como que el ataque sea nocturno, y así se evite mostrar, o que los disparos de los pandilleros se hagan con silenciadores, por lo que no hace falta explosiones y tiros y, encima, las heridas llegan con más sorpresa.

Pero hay más. El diálogo se refiere a un “cholo”, ese pacto de sangre descrito como el ritual de los pandilleros según el cual les da igual vivir o morir en el ataque y que dota de exotismo y carácter suicida y fantasmagórico a la trama urbana. También, ese coche que va rodeando al carrito de los helados que recuerda la amenaza de Tiburón o de El diablo sobre ruedas: no se puede ser más setentero. Incluso la música se ha convertido ya en un referente B por su sencillez, sí, pero también por su efectividad en dos temas: uno, de suspense; y otro, sentimental. No hace falta más.

Carpenter rodó Asalto a la comisaría del distrito 13 en veinte días y compuso la música en tres. No, claro que no es una obra maestra ni falta que le hace, pero sigue impactando y helando la sangre en alguna escena; sigue entreteniendo por esa resistencia “alamesca” tan americana; y sigue divirtiendo con sus diálogos punzantes y su alegre resolución de escenas. Está claro: no se la pierdan.

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