La prensa tiene mala prensa. Seamos sinceros, por supuesto que las redes sociales y las nuevas tecnologías están acabando con el papel, pero que en televisión y radio la gente ya solo confíe en tres o cuatro nombres nos debería hacer pensar en esa innegable pérdida de credibilidad. Es un hecho, el periodista de raza, de calle, el incorruptible ya no existe o está en vías de extinción. Y esto lo contaba Hollywood hace décadas.
En Chantaje en Broadway (Sweet Smell of Success, Alexander Mackendrick, 1957) no hay disparos, ni detectives privados, ni más atracos que los de la dignidad, pero es una película negra como una cucaracha en un callejón, como lo más hondo de una trompeta, como el alma de los protagonistas. Lo noir planea en una historia nocturna que saca a la luz el alma de unos personajes horribles y despiadados, que perfectamente podrían estar en las listas de los mejores villanos de la historia.
Burt Lancaster y Tony Curtis no tenían problemas y hasta deseaban quitarse etiquetas de tipos atractivos y pícaros, por lo que se convirtieron en el influyente periodista J.J. Hunsecker y en el agente de prensa Sidney Falco e hicieron historia. Hunsecker, basado en el periodista real Walter Winchell, escribe la columna de Broadway en la que todos se buscan porque todos quieren salir (como pasaba con el gran Umbral), por lo que ya imaginamos la corrupción que rodea al tipo y lo endiosado que está. Pero es que su “amigo” Falco (sería insultar a la palabra si no pusiéramos comillas para describir la relación entre estas dos comadrejas) es quien le da chismorreos, quien intenta enterarse de lo que escribe, quien trata de aprovecharse y quien revolotea a su alrededor como un ave de presa o, directamente, carroñera.
Los actores brillan en su contraste: Lancaster se presenta en su mesa del garito donde tiene su “oficina” (¡hasta con el teléfono al lado!) y allí “recibe” a las visitas de forma impasible y las sopapea con su impecable y fría retórica: “¿Por qué todo lo que dices parece una amenaza?”, le dirá un senador que viene a pedirle un favor para su querida. Sí, un senador. Y Curtis, por el contrario, siempre está nervioso, sin parar, sin vergüenza y con su media sonrisa ante quien le conviene, pero siempre rindiendo pleitesía a Hunsecker. Su escena mayúscula sería en la que descubre que J.J. va a sacar en la columna a un cómico al día siguiente y esa misma noche va a ver al cómico para montar la pantomima de lo influyente que es y finge llamar a Hunsecker y le “dicta” su columna. Al día siguiente, el humorista acude corriendo a Falco para contratarle.

La historia se complica cuando la hermana de J. J. (relación siniestra y malsana, tal vez más de la cuenta…) se enamora de un músico de jazz y buscan destruirlo. Falco consigue que en otra columna le acusen de drogadicto y comunista, casi nada en la América de los cincuenta, cuando el único pecado del joven es su integridad. “¿Eso qué es? ¿Integridad?”, dirá Hunsecker en otro diálogo demoledor y, probablemente, sincero. Como un jefe de la mafia y quince años antes de Don Vito, J. J. maneja a sus secuaces (también a policías corruptos) para conseguir todo lo que necesita.
La escena más brillante de Lancaster sería cuando el joven músico va con su hermana a verlo y le encuentran sobre un escenario. La metáfora es evidente pero no por ello impacta menos el contrapicado a J. J. Como es de esperar, el joven termina humillado ante los trucos de Hunsecker, eso sí, siempre con Falco al lado completando encuadres.
Y es que va siendo hora de desvelar las cartas que redondean el brillo de esta oscura película. Dirige Alexander Mackendrick, que se estrenaba en Estados Unidos tras haber destacado en la mítica Ealing británica con joyas de delicado humor inglés como El hombre vestido de blanco (1951) o El quinteto de la muerte (1955). En efecto, nada que ver con el cinismo y la demoledora visión de la prensa de Chantaje en Broadway. El guionista era Ernest Lehman (que luego escribiría Con la muerte en los talones, West Side Story o Sonrisas y lágrimas), que adaptaba su todavía más cruel novela, pero fue sustituido por enfermedad por Clifford Odets, quien afiló más los diálogos. El director de fotografía era el chino James Wong Howe, nombre clave del Hollywood clásico que regó las calles de la noche de Broadway para que brillaran más o echó vaselina en las gafas de Lancaster para darle un tono más amenazador. Olé por los tiempos en los que un ordenador no nos impedía ser creativos e imaginativos. Sumemos ahora el jazz agresivo y desgarrador de Elmer Bernstein, con ecos de la rota trompeta de El hombre del brazo de oro y el resultado no puede ser más extraordinario.

En este páramo de podredumbre humana destaquemos los únicos atisbos de dignidad. Un periodista se ve obligado (por Falco, claro) a confesar a su mujer que le fue infiel y ella admitirá a su marido con orgullo: “Hacía años que no te oía decir algo tan digno”. Un punto, aunque pequeño y en el pasado, para algunos periodistas que fueron dignos… antes.
Más brutal todavía. Falco obliga a una amiga cigarrera (rubia platino falsa, cómo no) a prostituirse con otro periodista para que publique lo que le conviene (lo vende como si le conviniera a ella para ayudar a su hijo: ese es Falco). El caso es que, cuando se quedan solos, ella confiesa que ya se habían conocido antes, en sentido bíblico, claro: “Fue en Palm Springs. Hace dos años. No se lo diga a Falco”. Ese “no se lo diga a Falco” que pretende salvar el último gramo de dignidad, incluso ante un indigno, es lo que revuelve el estómago.
No es una guía para recuperar el crédito periodístico, pero, desde luego, Chantaje en Broadway es un ineludible retrato de lo que no debe ser un periodista si quiere huir del dulce aroma del cinismo y de la corrupción.