El primer plano ya cuenta media película: un niño mira a través de los barrotes de una escalera. En efecto, el niño vive encarcelado en una jaula de cristal: la embajada de Francia en Londres, ya que su padre es el embajador y se va de fin de semana a buscar a la madre, ausente tras ocho meses en el hospital. Esa soledad y orfandad del joven también están apuntadas en ese plano. En la embajada no hay otros niños y Philippe (Bobby Henrey, que no seguiría actuando) solo cuenta con una pequeña culebra, a la que llama McGregor, y el mayordomo de la embajada: Baines (Ralph Richardson).
Richardson es el alma de El ídolo caído (The Fallen Idol, 1948, basada en el relato homónimo de Graham Greene, quien también escribe el guion) y nos da una de esas impecables interpretaciones inglesas que solo el paso por las tablas pulen por su presencia y declamación (junto a Laurence Olivier y John Gielgud, Richardson formó el trío de actores ingleses y shakesperianos más importante del mundo en los cuarenta y cincuenta). Baines tiene una complicidad especial con Philippe, pues encuentra tiempo para bromear con él, contarle historias fantásticas de África (que nunca ha pisado) y regalarle la infancia que merece todo niño. Un tipo íntegro y decente que contrasta con la señora Baines… Su mujer es el ama de llaves de la embajada y Sonia Dresdel no puede estar mejor como despótica tutora que busca acabar con McGregor y, por extensión, con cualquier intento de diversión de Philippe.
Pero en eltaquígrafo.com tiene que surgir el conflicto, la relación prohibida, los secretos peligrosos y… el crimen. Baines mantiene una relación con una joven secretaria de la embajada (bella y elegante Michèle Morgan) y Philippe les descubre en una cafetería. La escena es maravillosa ya que los adultos fingen ante la curiosidad del niño y la crisis de los amantes, a punto de estallar por su insostenible situación en la embajada, es todavía más angustiosa por no poder verbalizarla. Baines convence hábilmente al niño de que Julie es su sobrina y de que su encuentro es un secreto que no tiene por qué conocer la señora Baines.
La señora Baines, claro está, terminará por descubrir todo y, en una escena llena de sombras, planos picados y violencia no explícita, muere accidentalmente. El destino quiere que Philippe crea haber visto a Baines asesinándola y huye en la noche en una escena terrorífica en la que el joven empieza a sentir la caída de su ídolo. Terminará en una oscura comisaría y, cuando interviene la policía (Jack Hawkins, otro inglés a reivindicar), se verá presionado de forma imposible para mantener los secretos que conoce o cree conocer e intentar así salvar a su amigo.
Hay una escena memorable con un avión de papel y los agentes, cuyo suspense no tiene nada que envidiar al de Alfred Hitchcock. Y es que el director de El ídolo caído es Carol Reed, sí, el de El tercer hombre (1949), Trapecio (1956), Nuestro hombre en La Habana (1959), Oliver (1968)… Reed acierta en presentarnos la historia desde el punto de vista del niño y el espectador se identifica con su inocencia, admira a Baines y desea un final feliz que parece imposible por lo enmarañado del asunto, cuando el mayordomo trata de ocultar pruebas para no incriminar a Julie. El uso del blanco y negro y de los constantes picados y contrapicados desde lo alto de la escalera o hacia ella acentúan la amenaza que se cierne y demuestran que El tercer hombre no es solo Orson Welles. Hasta el suelo de la embajada ajedrezado transmite cierto desasosiego, pues no está claro quién juega con quién ni cómo se resolverá la partida.
La pérdida de la inocencia es tema de la película, pero no es una pérdida amarga y cruel, sino que el fin de semana termina con el mejor regalo posible para Philippe: la vuelta de su madre. El magnífico plano final del niño bajando la escalera hacia su madre con rostro solemne nos indica que empieza otra etapa en su vida: la infancia ha terminado.
El ídolo caído es un regalo que todo cinéfilo debe hacerse, sobre todo porque, como las grandes películas, nos permite también recuperar nuestra infancia. Decía Bataille que la literatura es al fin la infancia recuperada. Añadamos el cine y gocemos como niños que recuperan a su madre.