La película arranca con un vértigo propio de un clímax: diferentes tipos salen acelerados para reunirse, mientras en un barco vemos llegar a Nueva York a un gigante con un pequeño tipo al lado. Todo ello al ritmo de una música frenética y con coches acelerando por el amanecer neoyorquino. Los sombreros, los trajes, los vehículos y el glorioso blanco y negro nos trasladan a los años 50, más todavía, cuando aparece él, siempre él, el gran Humphrey Bogart en su última película. Más dura será la caída (The Harder they fall, Mark Robson, 1956) no tiene la aureola mítica de Casablanca o la literatura noir de El halcón maltés o El sueño eterno, pero está a la altura de las grandes y es una de las mejores películas de boxeo, periodismo o…, fuera complejos y adjetivos, de las mejores y punto.
Bogart es el periodista en paro Eddie Willlis (que perfectamente podría ser Rick Blaine tras volver de la guerra) y es citado por Nick Benko (un Rod Steiger algo pasado) para que haga la campaña de publicidad de su nueva estrella boxística venida de Argentina: Toro Moreno (Mike Lane). Como era de prever nada más contemplar su estampa, el gigante es torpe de manos y no encaja ni un empujón, pero a Benko le da igual y sabe que es el momento de comprar a Willis (“¿Acaso tu amor propio te ha servido para conservar tu trabajo? ¿Acaso te ha dado una columna? ¿Una cuenta corriente?”). El arranque no puede ser más desolador, pues Willis vende su alma y su prestigio y todos los personajes se convierten en cínicos hipócritas o en idiotas… ¿La vida misma?
El periodista que vende su pluma para defender lo indefendible o inflar a la enésima joven promesa nos resulta muy cercano a la actualidad. Cada uno que piense en el forofo juntaletras que prefiera, yo sigo con Willis. Con otro toque de cinismo genial (“No puede empezar en Nueva York. Vayamos a California, allí les gustan los bichos raros”), la película viaja al oeste en un autobús estrafalario que es perfecta imagen del circo que se monta para promocionar a Toro. Un circo, claro, con actores pagados, más bien, comprados (“¡Ya no hay verdaderos boxeadores, son todos actores!”, dirá con desprecio Nick).
En efecto, Toro irá “ganando” combates sin saber de los tongos y, cuanto más sube hacia la cima, más desciende la dignidad y la ética de quienes le rodean. El único que se da cuenta es Willis, que pierde la amistad con su amigo periodista, que ve lo que está pasando, y cuya mujer le mira con otros ojos cuando presencia la prostitución de su pluma. Sí, esta película tendría que ser de obligado visionado para futuros periodistas que todavía están a tiempo de darse por aludidos en su dignidad. Porque todavía la tienen.
La película se basa en una novela del gran Budd Schulberg (guionista y columnista de los buenos), que a su vez se basaba en la carrera de Primo Carnera y su dudoso ascenso en el boxeo con la ayuda de la mafia. Y es que el trasfondo no es la hipocresía moral de las personas, que también, sino cómo la mafia había tomado el Noble Arte y lo estaba convirtiendo en un negocio oscuro, sucio y propio del cine negro, más que de la épica clásica y deportiva. A destacar que Schulberg quiso aclarar que él no quería prohibir el deporte del ring (como aparece manipulado en algunas copias en el texto final de la película), sino que trataba de denunciar los tejemanejes de la mafia con tipejos despreciables como Nick Benko a la cabeza.
Dos brutales escenas y una guinda. Primera: Toro quiere abandonar porque cree que ha matado a un tipo en un combate, cuando ya venía más que tocado de una pelea anterior. Con crudeza pero, por fin, con la sinceridad que se le pide a un amigo, Bogart le pide al veterano entrenador George (ojo con él, que es Jersey Joe Walcott, excampeón del mundo y el único digno de toda la película) que le demuestre quién es realmente. “¿Cuántos años tienes, George?” “Pégale”. Toro besa el suelo en el acto y descubre el engaño y su realidad.
La siguiente genial escena llega cuando Willis intenta rescatar el “sueldo” de Toro Moreno. Benko da largas y toda su cohorte empieza a dar excusas de lo que han tenido que gastar. El libro de gastos, por supuesto perfectamente legal y medido por experimentados picapleitos, lo deja claro: cuarenta pavos. La cara de Bogart es tremenda y contrasta con Steiger a quien hemos visto devorar su comida en primer plano, como contraste de las migas que deja para “su” boxeador.
La guinda de la película es la catarsis final de Eddie Willis. En el paro, sí, pero digno y en casa con su mujer, saca la única arma que le queda para defenderse a sí mismo y a todos los Toros Moreno del mundo: su máquina de escribir. Beth le acerca un café y sabemos que contra la palabra libre y el calor familiar ya no habrá Benkos que puedan.
La dignidad y la integridad como recordatorio para periodistas y el ejemplo de quienes se suben a un ring para pegarse en el deporte más valiente del mundo y tan poco reconocido (repasen el palmarés de Javi Castillejo y ojalá nadie vuelva a preguntar quién es ese). Algunos solo quieren subir muy alto, incluso a costa de ellos mismos y de quienes les rodean. Ya lo saben: más dura será la caída.