El sueño del cine negro

La mujer del cuadro nos invita a soñar con los peligros del pecado, del crimen y del misterio. Por eso el cine vuelve a ser esa válvula de escape de nuestras vidas para enamorarnos de lo prohibido y soñar con Joan Bennett. Que no despertemos nunca.

El arranque parece de Billy Wilder. Un tipo mete a su mujer y a sus hijos en el tren en verano y se queda de Rodríguez en la gran ciudad. Ya solo falta la tentación rubia para que empiece la comedia pero, ay, Fritz Lang venía de la Alemania nazi y estaba para pocas bromas ligeras. Habrá tentación, aunque morena, pero se convertirá en pesadilla y el profesor Richard Wanley se meterá de lleno en ese noir de los cuarenta con crimen y peligro. El mejor.

La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944) comienza en realidad con la presentación del profesor dando una conferencia sobre el crimen y sobre las diferencias entre matar por dinero o en defensa propia, anticipando, ya lo suponemos, lo que viene después. Edward G. Robinson acababa de rodar Perdición (con Billy Wilder, precisamente) y se estrenó con Lang en esta película en un papel que, casi idéntico, repetiría en Perversidad (Scarlet Street, 1945, que pasará también por esta sección). El caso es que Robinson crea a ese hombre de mediana edad que se relaciona peligrosamente con una joven, la cual le proporcionará bastantes más disgustos que alegrías.

La magia de la película viene de la bella metáfora del título. El profesor Wanley y sus amigos, el fiscal del distrito (gran Raymond Massey) y un médico, se han enamorado del cuadro que se exhibe en el escaparate junto a la entrada de su club. Es un retrato sencillo pero sugerente de una bella mujer. La magia está en el misterio de quién será, cómo se llamará, cómo hablará o a qué olerá. Vamos, la atracción por el misterio de toda la vida. Ese enamoramiento maravilloso es lo que excita la imaginación de los amigos y, en especial, la de Wanley. Casi freudianamente, la noche en la que se ha ido su familia y sus amigos le invitan a salir con ellos, él prefiere quedarse en el club hasta tarde y, al salir y pararse en el escaparate religiosamente, aparece ella reflejada y comienza el sueño y la magia… negra.

Ella es Joan Bennett (que también repetiría en Perversidad) y se sale del cuadro para enamorar a Wanley y al espectador. Primero, con cierta ingenuidad no exenta de provocación (invita a Wanley a una copa y, luego, a ir a su apartamento a ver más cuadros del artista…) y después con su arrolladora belleza y elegancia cuando trata de conquistar al chantajista. Porque en una escena vertiginosa “alguien” irrumpe en el nido de amor y ataca a Wanley, quien trata de defenderse como puede… clavando unas tijeras en el inesperado invitado. Ahora sí que entramos en la pesadilla habitual del noir con un asesinato imprevisto, una situación delicada (¡aunque no ha pasado nada entre ellos!) y una opción equivocada: puesto que nadie os ha visto juntos, me deshago del cadáver y nunca podrían vincularlo con nosotros… ¡Ay, profesor, dónde vas!

Empieza Lang entonces unas escenas hitchcockianas con el proceso de cargar el muerto en el coche, llevarlo a un bosque y deshacerse de él, lleno de inconvenientes como un vecino que llega, un paso a nivel que tiene un guarda o un alambre que te corta el brazo. Matar no es fácil, pero no dejar pistas, casi imposible. Al menos, en el noir.

La guinda, claro, es que el muerto era un pez gordo, que tenía detrás un detective sin escrúpulos (Dan Duryea, el tercero en repetir en Perversidad) y que chantajea a la chica del cuadro y al profesor. Todos estos elementos conforman esa aura de fatalismo inherente al cine negro, a la que podemos añadir la fotografía en blanco y negro, los sombreros y chalecos (canotier veraniego en este caso, pero no menos amenazador, según quién lo use) y los decorados, los objetos y su uso.

Párrafo aparte merece esto último. El apartamento de Joan Bennett es una habitación casi art déco con grandes espejos y espacios que subrayan su misterio (recordemos que viene de un escaparate) y aportan esa dualidad tan habitual en los personajes del cine negro. Por otro lado, los objetos son clave en el cine clásico y podríamos citar el cuadro, el más obvio; pero también el teléfono sonando, rodeado de las fotos de la mujer y de los hijos; el bolígrafo con iniciales de Wanley, como peligrosa prueba; o el reloj del difunto, como inoportuno “recuerdo” de un crimen. Mala idea, nena.

El sueño-pesadilla tiene dos finales y Lang defendía el último, tal vez más polémico para los cínicos espectadores actuales. La transición entre ambos “finales”, por cierto, es un alarde técnico maravilloso que incluye cambio de vestuario y de escenario, con la cámara fija en Robinson: fantástico Fritz Lang y su dominio de la ingeniería... austriaca.

La mujer del cuadro nos invita a soñar con los peligros del pecado, del crimen y del misterio. Justo lo que nos gusta, claro. Por eso el cine vuelve a ser esa válvula de escape de nuestras vidas para enamorarnos de lo prohibido y soñar con Joan Bennett. Que no despertemos nunca.

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