Aunque la mayoría de las películas que salen en esta sección son del siglo pasado (génesis del género negro, con muchísimos títulos más que en este… y de mayor calidad), esto no quiere decir que no podamos reseñar excelentes películas negras, policiacas o judiciales rodadas antes de ayer y con ese aroma sórdido, corrupto, violento y criminal que ya vivíamos en el siglo XX (¿y en cuál no?).
La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014) es una obra que no deja indiferente y sorprende por su contundencia y sobriedad. El argumento es sencillo: dos niñas desaparecen en un pueblo andaluz y mandan a dos policías de Madrid para investigar junto a la Guardia Civil. Lo “sencillo” desaparece cuando empezamos a añadir detalles imprescindibles que le dan el sello diferencial a la película.
La historia se sitúa en 1980 y los policías (Javier Gutiérrez y Raúl Arévalo, ahora voy que hay tela) reflejan esa transición histórica en sus personalidades. Pedro (serio Raúl Arévalo) es un joven con ambiciones que ha sido “apartado” de Madrid por una carta en el periódico criticando a un militar. Está claro que se decanta por la “nueva” España al caer y puntual, aunque algo innecesariamente, sabemos de su vida privada por las llamadas de su mujer embarazada a quien tiene que repetir que echa de menos… ¿mala señal? Juan (brillante Javier Gutiérrez), aunque más cínico y desengañado, parece enlazar con el régimen anterior y descubriremos que estuvo en la Político-Social, que también fue “apartado” por ello y que este pasado le persigue de diversas formas.
Está claro que Juan es el personaje más oscuro y, por ello, más atractivo y complejo. Primero, cuando descubrimos que orina sangre y se medica ávidamente, mezclando todo esto con alcohol y ¿sexo? ocasional. No le vemos dormir y hasta Pedro le pregunta por ello… pero sí le vemos desmayarse por la combinación anterior y tener visiones de aves siniestras y amenazadoras que evocan sus muertos del pasado. Una “vidente” subrayará lo dicho cuando le advierte de que sus muertos le están esperando… Casi nada. Pues bien, a pesar de todo lo dicho, el mérito de la película es conseguir que el espectador llegue a empatizar con Juan y llegue a atisbar su búsqueda de la redención. Cuando las niñas aparecen en el lodo violadas y ensangrentadas, Juan le dirá a Pedro, con la elegancia del perro viejo, que vaya al coche a por su carpeta olvidada… para que pueda dominar sus arcadas con discreción. Más todavía, Juan seguirá con sus métodos violentos porque ya no puede ni sabe cambiar, pero cuando Pedro “interroga” a una mujer con las manos y no con las palabras, será Juan quien le diga que pare, tal vez para que no se convierta en él.
La película se completa con unos secundarios de lujo. Antonio de la Torre es el padre de las niñas y no hace falta decir que su mirada psicótica y desesperada esconde algo turbio. Jesús Castro es el guapito Quini, bravucón sin cerebro que nos asquea desde que aparece por sus maneras y su chulería: sí, pronto sabremos que está implicado, pero, como toda investigación real, habrá que encontrar pruebas. Manolo Solo es el periodista de El Caso que se define por su búsqueda del morbo y su falta de empatía por las víctimas, pero también por su olfato. Y mencionemos también a Salva Reina como el furtivo, salvaje depredador que empieza matando a “Bambi” (tal cual), pero que se convertirá en el guía imprescindible por las intrincadas marismas en forma de entramado neuronal.
Y es que es imprescindible mencionar el elemento más importante de la película en la creación del ambiente: las marismas del Guadalquivir (esos títulos de crédito desde el cielo), la naturaleza salvaje, los lugareños de otra época y mundo (guiños al fotógrafo sevillano Atín Aya, búsquenlo ya)… Si piensan en la genial primera temporada de True Detective (Nic Pizzolatto, 2014) van bien encaminados pero, ojo, La isla mínima se escribió y rodó antes que la serie americana. Y aquí no hay rubios detectives o iglesias evangélicas delirantes o rituales satánicos o citas de Nietzsche, Lovecraft o El rey amarillo, esto es España y tenemos: policías bajitos, con bigote y cabreados; Guardias Civiles poco contentos con la policía; la droga empezando a hacer su entrada por el sur de la península y empezando a dejar víctimas; y, eso siempre, la corrupción política, moral o sexual (¿se diferencian?) como motor de los peores instintos del ser humano.
No son necesarias explosiones ni coreografías espectaculares, la película brilla en una persecución nocturna en pleno campo, o en un clímax final bajo una tormenta que se viene anunciando como el reflejo natural de lo que está a punto de explotar durante toda la película. Y explota. Y parece que el caso se resuelve y se premia a quien lo merece. ¿O no? Para la historia y para el desasosiego del espectador queda esa última frase: “¿Todo en orden, no?” y un cruce de miradas silenciosas más elocuentes que un discurso. Una vez más, ha ganado el silencio.
Vuelvan a la Isla Mínima y recuerden cómo éramos y cómo seguimos siendo. Algunos se han afeitado el bigote o han dejado de fumar, pero los terratenientes (del campo y de los parlamentos) siguen llevando sombreros blancos y mandando guardar silencio cuando conviene.