La épica de lo sencillo

Fotograma de "Único testigo"(Witness, Peter Weir, 1985)
photo_camera Fotograma de "Único testigo"(Witness, Peter Weir, 1985)

El thriller policiaco de los 80 tiene notables y exitosos ejemplos que, con pequeñas variantes y cambios de cara, cautivaron al público. De Arma letal a Superdetective en Hollywood o de Black Rain a La jungla de cristal, hoy toca destacar una propuesta más original e insólita, que obtuvo nada menos que ocho nominaciones a los Óscar, dejando claro que en Único testigo (Witness, Peter Weir, 1985) había algo más que tiros, suspense y romance.

Para empezar, Peter Weir ya había dirigido Picnic en Hanging Rock, Gallipolli o El año que vivimos peligrosamente, y había demostrado su buen pulso para las emociones y la acción exótica, pero con un punto para la estética y la ambientación (luego, rodaría El club de los poetas muertos, Sin miedo a la vida, El show de Truman o Master & Commander… casi nada). El caso es que Único testigo sería la primera película americana del australiano Weir y el choque cultural con los amish podría ser perfectamente el que tuvo él al salir de su isla.

               El argumento es conocido: un niño presencia un crimen en una estación y el policía que lleva el caso descubre una conspiración dentro de la propia policía, por lo que esconde al joven y él, herido en un tiroteo, se ve obligado a esconderse también con el niño y su joven y viuda madre. Todo podría parecer más o menos convencional, si no fuera porque el niño y su familia pertenecen a los amish, comunidad religiosa caracterizada por su rechazo a la electricidad y otros avances que, según sus creencias, promueven el individualismo y la vanidad.

Tres aspectos destacan, entonces, en el guion: lo más tópico, el conflicto policial entre el policía individualista y sus jefes corruptos, que se despacha en los primeros minutos porque no hace falta más. Modélica resulta la escena en la que el niño descubre al asesino en una foto de la comisaría y el policía (y el espectador) se da cuenta de lo que eso significa: sin palabras y sin subrayados, puro gesto, puro cine.

El segundo aspecto a destacar del guion es el contraste con los amish. La película es un viaje al siglo XIX y las primeras escenas parecen situarnos entonces, si no fuera porque el policía traerá consigo su arma, su violencia y los problemas y defectos del siglo XX. Destaquemos ahora la bellísima fotografía de John Seale (Óscar por El paciente inglés) que combina los verdes campos de exteriores con el contraste blanquinegro de las vestimentas amish en los interiores. Hay que añadir la falta de luz eléctrica, por lo que Weir y Seale apostaron por guiños pictóricos a nombres como Vermeer o Rembrandt y algunos planos de la película son realmente para enmarcar (cuando despierta el policía, el baño de ella…). Todo un ejercicio de belleza plástica que llega a evocar incluso al gran Carl Dreyer y sus impresionantes Dies Irae u Ordet. Este ambiente rural es otra novedosa virtud de la película respecto al thriller tan habitualmente urbano de los ochenta.

Y llegamos al tercer vértice del guion que sería la historia de amor que surge entre el policía y la joven viuda y madre. Y aquí es donde entra en juego el excelente reparto de la película. Harrison Ford consiguió su única nominación al Óscar por este trabajo y es que, en efecto, es capaz de dejar a un lado la ironía o cinismo de Han Solo, Indiana Jones o del cazarreplicantes Deckard para que veamos su evolución amorosa al presenciar otro mundo posible, más natural y simple que el suyo, y mostrar una sencilla y hermosa historia de amor dibujada con gestos y miradas. Lo cual sería más difícil sin ella, claro. Kelly McGillis aporta una dulzura natural y una cara que parece solo lavada para enamorar a Ford y al espectador por sus impecables modales amish, pero también por ese punto de rebeldía que la lleva a enfrentarse a sus mayores. (Completemos el reparto con Danny Glover, Alexander Godunov o un debutante Viggo Mortensen…).

Dos escenas han quedado para la historia del cine y son, probablemente, las que todo el mundo recuerda en relación con esta película. Por un lado, la radio y el baile en el granero. El policía arregla su coche y consigue sintonizar una cadena musical en la oscuridad del granero… con la chica delante y solo tenuemente iluminados por el preceptivo quinqué amish. Suena entonces el What a Wonderful World de Sam Cooke (aunque en la película la versiona Greg Chapman) y tímidamente Ford “saca” a bailar a McGillis, mientras percibimos cómo su cercanía se convierte en sentimiento. Tal vez tópico romanticismo americano penetrando en el mundo amish, pero efectiva y muy visual forma de contar una historia con música y gestos.

La otra gran escena de la película es la memorable construcción del granero de un vecino, ayudado por toda la comunidad amish, Ford incluido. “¿Sabe de carpintería?” “Un poco”, ya entonces todo el mundo sabía que Ford había sido carpintero antes que actor, por lo que la escena tiene también un punto irónico. Lo notable es esa irrupción del poder de la comunidad y del trabajo en conjunto, en familia, que es lo que no tiene el policía… La escena más épica de este ¿thriller? es el levantamiento de un granero ayudado por la música de Maurice Jarre y sus sintetizadores: eso sí que era insólito en los ochenta.

Y cuando al final lleguen los malos al amanecer y con sus sombras recortadas a contraluz, como en todo wéstern que se precie (sí, su forma de actuar es absurda pero ya estamos metidos en el siglo XIX, por lo que nos creemos todo), veremos cómo el policía John Book triunfa con su ingenio (el grano), más que con las armas y la fuerza de la comunidad será la vencedora (esa llamada de campanas). Aunque, eso sí, con el habitual final-feliz-pero-amargo de Weir que nos recuerda que toda victoria siempre estará viciada por nuestras derrotas diarias (maravillosa despedida final “cabalgando” al horizonte).

El héroe solitario del wéstern descubre el valor de la comunidad en los 80 y se enamora de la inocencia. A lo mejor ya hemos visto esta historia, pero da gusto volver a ser testigo de la misma.

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