En la frontera del cine clásico

Fotograma de "Sed de mal" (Touch of Evil, Orson Welles, 1958)
photo_camera Fotograma de "Sed de mal" (Touch of Evil, Orson Welles, 1958)

Sed de mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958) fue la última película que Welles rodó en Hollywood. Esta pesadilla barroca y fronteriza es, por tanto, un punto de inflexión en su obra, pero, como toda genialidad, es también muchas más cosas y supone un antes y un después en encuadres, montaje, sociedad, drogas, tribus… Un antes y un después en el cine.

Suele competir Sed de Mal (Touch of Evil, Orson Welles, 1958) con Ciudadano Kane por cuál es la mejor de Welles (bueno, o Campanadas o los Ambersons o…), pero nadie duda de que Hank Quinlan es uno de los personajes más rotundos y terribles de los interpretados por Welles y con muchos más matices de lo que cabría esperar de un corrupto racista alcohólico… policía.

               El plano secuencia inicial es modelo de todos los que han venido después por suspense, complejidad, ritmo y perfecta narración. Alguien planta una bomba en un coche y este vuela por los aires al pasar la frontera de México a Estados Unidos. La investigación la llevará a cabo Quinlan (el mejor Welles), pero se mete por medio el mexicano Mike Vargas (siempre esforzado Charlton Heston) porque pasaba por allí con su esposa americana (Janet Leigh, antes de Psicosis). La trama intenta ser voluntariamente farragosa porque lo que Welles buscaba era crear un ambiente de pesadilla, cercano al expresionismo, recargado de detalles grotescos y con unos personajes inolvidables.

               Heston consiguió que Welles dirigiera la película (también defendería a Peckinpah años después, apoyando al arte frente a los burócratas: ¡bien por Ben-Hur!) y el resultado fue excelente, gracias precisamente a Welles. Por un lado, tenemos sus grandes angulares y picados y contrapicados mezclados con planos aberrantes u holandeses (con la cámara inclinada), que contribuyen a esa sensación constante de desasosiego. Por otro lado, Welles también logró que viejos amigos y estrellas aparecieran en la película y sea un lujo encontrarse con Joseph Cotten, Zsa Zsa Gabor, Mercedes McCambridge (“Quiero mirar”, dice, cuando unos matones van a drogar a la indefensa Leigh, uf) o, por supuesto, Marlene Dietrich como la exótica pitonisa gitana Tanya, que rodó sus escenas en un día y su personaje completa a Quinlan de forma magistral.

               Porque Quinlan es la joya de la corona. Un personaje siniestro, grasiento, cojo, malvestido y malafeitado, que claramente crea pruebas falsas para incriminar a un joven mexicano como responsable de meter la dinamita en el coche. No contento con eso, cuando Vargas sospecha de él e investiga, Quinlan trama con el mafioso local Grandi (Akim Tamiroff) montar una escena criminal con la esposa de Vargas y acusarla de drogadicta. La guinda de la escena, nunca mejor dicho: el propio Quinlan estrangula a Grandi en un vértigo brutal y desquiciado.

               Pero el astuto Welles viene a denunciar la corrupción que nos asola siempre, sí, pero con la honestidad de saber que no todo es blanco o negro, sino gris. La mujer de Quinlan fue asesinada en el pasado (¡estrangulada!) y su mejor amigo, el sargento Menzies (grande, el olvidado Joseph Calleia o Calleja) le apoya y le cree, casi obsesivamente (¿amorosamente?) pues Quinlan puso su cuerpo para salvarle la vida en una ocasión y consiguió así su cojera. Menzies le salvó del alcohol (o eso cree) y por ello resulta más patético ver a Quinlan refugiarse con Tanya en su cueva particular, que parece una tienda de recuerdos o un mercadillo de recogida, con esa pianola añadiendo toda la melancolía posible al mal policía: “Vamos, léeme el futuro” “No tienes futuro. Ya lo has gastado todo”.  Solo Tanya, otro personaje roto que daría para una película, parece servir de tabla de salvación a Quinlan.

               Porque el tema de la traición, tan predilecto en Welles, aparecerá cuando Menzies termine por ser convencido por Vargas de la corrupción de Quinlan y aceptará ponerse un micro para hablar con su amigo. Todos sucios. Todos traidores. El final a tiros incluye detalles geniales que enriquecen los sucesivos visionados de la película: la sangre sobre la mano de Welles, el sombrero de Calleia, la “suciedad” metafórica de Heston… Impresionante la cantidad de lecturas en una sola secuencia.

               La frontera atraviesa a estos personajes límite y cómo se rueda la noche, el amanecer y otra vez el anochecer es una delicia de luz (fotografía de Russell Metty), que nos permite deducir que Vargas pasa sin dormir unas treinta horas… ¡durante su luna de miel! (nuestros amigos los verosímiles, que diría Hitch, también se quejan de que Leigh se vaya con el mexicano sin pensarlo mucho. Háganme caso: que la verosimilitud no les estropee el arte).

               Y podemos citar también otra frontera: la del nuevo cine y la nueva juventud que también aparece. Las drogas, las cazadoras negras, el rock (¡Henry Mancini!) comparecen para mostrarnos un futuro que ya no es el del cine clásico (de ahí, también, la forma de rodar de Welles) y nos anuncian una nueva era para el mundo, cuya sordidez es la de ataques con ácido o parafilias sexuales. Hasta el vigilante del motel (Dennis Weaver, a quien Welles admiraba por su pasado televisivo y a quien Spielberg ficharía para El diablo sobre ruedas, gracias a Sed de mal) anticipa a Norman Bates por su comportamiento y su miedo a las mujeres: “loco shakesperiano”, lo definió Welles. Pequeño, pero inolvidable papel.

               Como un atracón de tequila con chile, Sed de mal sobrevive a sus críticos por su constante actualidad en un mundo de corruptos, sucios y violentos, donde, oh paradojas de la vida, Quinlan tenía razón al montar pruebas falsas porque el mexicano resultó ser culpable. Último truco del mago Welles para dejarnos con la boca torcida y el estómago perforado. Viva México.

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