Por supuesto que podríamos hablar de Bogart, de Stanwyck, de Siodmak, Hawks o Wilder. Pero si solo pudiéramos escoger una obra maestra para ejemplificar el cine negro, tal vez Los sobornados (The Big Heat, Fritz Lang, 1953) reúna y explique las razones por las que amamos este género.
Fritz Lang viene del mudo y eso siempre da un toque especial (en mi opinión, superior, porque saber narrar sin palabras es la esencia del arte de la imagen). Si ya estaba en la historia por Metrópolis, Los nibelungos o M, exiliado en Estados Unidos Lang empezó a mezclar su iconografía expresionista con el cine policiaco y Furia o La mujer del cuadro avisaban de su genialidad.

En Los sobornados, Lang sublima la narración de una historia que empieza con un primer plano de un revólver, la mano que lo coge, se gira y se dispara en la cabeza. La ya viuda baja la escalera con susto, pero sin lágrimas. Lee la carta dirigida al fiscal y, detalle genial, cierra la cortina para hacer una llamada. No, no a la policía, sino a un todopoderoso ejecutivo, Mike Lagana (enmadradro y afeminado Alexander Scourby, esto sugerido en apenas dos escenas) que es quien manda en la ciudad y debe enterarse del suicidio de este policía que tenía en nómina. Así se empieza una película.
Así arranca Lang una historia que en noventa minutos nos va a emocionar, alegrar, entristecer y consolar.
Glenn Ford interpreta al sargento Dave Bannion y creo que nunca ha estado mejor. En Gilda tenía menos matices y en Un gánster para un milagro (su único Globo de Oro, por cierto, ya que nunca fue siquiera nominado al Óscar) se pasaba con lo emotivo y se notaba su mala relación con Capra. En Los sobornados Ford empieza siendo un feliz policía casado con la mujer perfecta, notable Jocelyn Brando, hermana de Marlon, con la que comparte cigarrillos, filetes, cocina y una hija encantadora.

Las escenas en la cocina las rueda Lang con un cariño que parece de otra película y el teléfono que rompe la paz familiar es condenado con una simple mirada de Ford que vale oro. Lagana no va a permitir que Bannion investigue sus asuntos y una bomba fatal en su coche va a acabar con su mujer. Así de brutal. Así de terrible. Como podemos imaginar, Bannion se convierte en otro hombre y ahora vemos al tipo duro clásico que no va a parar hasta obtener lo que persigue, pasando por encima de quien haga falta, incluidas jovencitas.

Y es que una de las joyas de la película es Gloria Grahame. Debbie es la chica de uno de los sicarios de Lagana: de Vince Stone, un Lee Marvin que da para un libro entero como este sádico aficionado a las quemaduras y servil ante la voz de su amo. Pero Debbie es una joven inconsciente y feliz que no respeta a nadie y, por eso, todos aguantan y admiran su jovialidad… menos Dave Bannion. Dave la conoce y la investiga para saber algo de los asesinos de su mujer. Debbie se le insinúa y Bannion sentencia: “No tocaría algo de Mike Lagana ni con una vara de diez metros”. (Hay unas fotos promocionales de sumisión sexual que hoy no las podría ni plantear el fotógrafo: oro puro).
Sin embargo, la mirada desvaída de Grahame se convierte también en víctima de Stone, que abrasa su cara con café hirviendo (en elegante off, siempre grande Lang) y es entonces cuando se empieza a ablandar Bannion (ella tiene que recurrir a él y comprende su soledad). La acoge en un hotel para salvarla y una Debbie derruida y desfigurada reflexiona por primera vez en su vida: “Es duro estar aquí sola pensando, cuando nunca has tenido que hacerlo.”
Ternura, dureza y un final de altura que no es necesariamente feliz. El teléfono de la policía vuelve a sonar, porque nunca parará. Imprescindible Los sobornados.