Se suele recordar Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949) como la película en la que Alec Guinness interpreta ocho papeles distintos de clase, edad y hasta sexo diferente. Sin embargo, la película es mucho más que eso y el recital de Guinness casi se convierte en algo secundario cuando termina y empezamos a recordar el humor, los diálogos y el delicioso sabor a té con cianuro que nos ha dejado.
El referente más obvio es Oscar Wilde y sus líneas brillantes, sus dobles sentidos y sus bombazos contra todo y contra todos, en especial, los biempensantes o el orden establecido. Para los contestatarios y demás rebeldes con o sin causa, Ocho sentencias de muerte (Kind Hearts and Coronets, Robert Hamer, 1949) es un cínico retrato de la Inglaterra de principios del siglo XX, de la burguesía como clase superior, de su arrogancia y estupidez y, en definitiva, de las relaciones humanas llenas de hipocresía, ambición y egoísmo, con unas gotas de sexo. Lo de toda la vida, vamos.
Dennis Price interpreta a Louis D’Ascoyne Mazzini quien, desde la cárcel la noche antes de ser ejecutado, escribe sus memorias contando cómo su madre fue expulsada de la noble familia D’Ascoyne por casarse con un tenor italiano de clase inferior. Cuando muere su madre y los D’Ascoyne no dejan ni enterrarla junto a ellos, el joven Louis jura venganza para deshacerse de los ocho parientes que tiene por delante en la línea sucesoria al ducado de Chalfont. Toda una historia sangrienta y propia de un psicópata asesino en serie, si no fuera por el encanto del protagonista y sus modales amanerados e impolutos, que hacen que nos enamoremos y empaticemos con él desde el primer instante.
La voz de Price nos va guiando por la historia con un inglés elegante y una dicción maravillosa, perdidas, claro está, en la versión doblada. No siempre la voz en off resulta redundante pues podemos ver algo en pantalla, pero cómo lo cuenta el protagonista es lo que redondea la escena. Igualmente, sus comentarios cínicos son deliciosos. Por ejemplo, cuando lo llevan de caza y él explica: “Mis principios no me permiten participar en deportes sangrientos”, después de la lista de muertos que lleva.

Muertes, por cierto, que son todas ellas originales y sofisticadas y parecen ir de menos a más en violencia. Un barco a la deriva, una explosión química, un globo atravesado por una flecha (¡!) o hasta uno muere del susto cuando se da cuenta de que se ha convertido en duque. Los ocho D’Ascoyne son interpretados por Alec Guinness, quien consigue crear para cada uno su propia personalidad. Destaquemos el alcohólico reprimido que esconde la bebida en un cuarto oscuro de fotografía; el sacerdote que se traba al hablar (“Los D’Ascoyne habían seguido la tradición del lugar y habían enviado al tonto de la familia a la iglesia”); el capitán que confunde babor con estribor y dignamente se hunde con su barco (única víctima del percance); o la sufragista radical, lady Agatha, que decide lanzar panfletos desde un globo… Todo este delirio se convierte en una acumulación de gags casi aislados y muy divertidos pero que, como queda claro, ocuparán muy poco en el argumento.
Y es que, tal y como decíamos, la trama de Louis se complica con dos mujeres (maravilloso vestuario y esos sombreros… uf). Por un lado, su amante Sibella (provocativa y descarada Joan Greenwood), que le despreció cuando era un pobre comerciante pero que está infelizmente casada con un cretino y sigue gozando de las mieles de la infidelidad (ese venado en la pared durante la boda…). Por otro lado, Louis también parece enamorarse de Edith (elegante Valerie Hobson), viuda del ridículo fotógrafo aficionado y que hace muy buena pareja con el nuevo duque por su esnobismo y pulcritud estirada. Todo tan British… que da risa.

Sin embargo, Sibella ejercerá de femme fatale en toda regla y chantajeará a Louis, pues conoce sus inclinaciones al crimen y su ambición, hecho que nos llevará a descubrir por qué crimen está el protagonista en la cárcel, con sorpresa e ironía, como no podía ser de otra manera. “Qué feliz con una de ellas hubiese sido, de no tener que haber elegido”, genial ripio final que mantiene el suspense del epílogo con una última guasa que no revelaremos y que entronca con genios como Lubitsch o Wilder.
Ocho sentencias de muerte se completa con detalles maravillosos que se redescubren en segundos o terceros visionados. El arranque con el verdugo que se va a jubilar es genial y recuerda mucho al de El verdugo berlanguiano: incluso el primer plano que vemos de Louis Mazzini es de espaldas y de su cuello, porque el verdugo parece estar midiendo. Justo como haría Pepe Isbert algún año después. O recordemos la muerte de su madre que era tan pobre que no pudo comprarse unas gafas y murió cruzando la calle. Casi un chiste de Gila por la hipérbole social y la ironía brutal.
En definitiva, otra joya de la productora Ealing llena de fino humor, elegantes formas y asesinatos divertidos. Todo un placer para la hora del té o para cualquier hora, que nos recuerda que la soberbia y la estupidez son tan inglesas como universales.