La vida en una fotografía en blanco y negro

Ver El ojo público (The Public Eye, Howard Franklin, 1992) es el noir con mayúsculas. Un sueño gris que consuela de la pérdida y nos recuerda que no hay victoria completa. Ver El ojo público es la vida.

El neo-noir recupera la estética del cine negro clásico y nos regala películas tan magistrales como aquellas, pero con la ventaja de jugar con los guiños al pasado, los conocimientos previos del espectador o la reinterpretación de lo conocido. El ojo público (The Public Eye, Howard Franklin, 1992) es un neo-noir extraordinario e injustamente olvidado que toca todas las teclas citadas para convertirse en un neo… clásico.

Tras ganar el Óscar por Uno de los nuestros y sus éxitos cómicos en Solo en casa y en las secuelas de Arma letal, Joe Pesci buscaba un papel protagonista que le convirtiera en estrella mundial. Probablemente no lo consiguió, pero su fotógrafo gris y sucio, Leon Bernstein, es una composición maravillosa a la altura de sus mejores interpretaciones, precisamente porque no tiene nada que ver con ellas. El Gran Bernzy (gabardina, sombrero y medio puro) es un fotógrafo que trabaja por su cuenta, vendiendo fotografías de cadáveres recientes a la prensa sensacionalista (se basa en el real Arthur H. Fellig, Weegee). El nombre de mago está justificado porque es capaz de llegar antes que la policía a las escenas del crimen o de hacer cualquier truco para conseguir su objetivo. Su presentación es sintética y efectiva: mueve un cadáver para hacer mejor la foto, coloca el sombrero junto al fiambre porque “a la gente le gusta ver el sombrero del muerto” y hasta ironiza con la policía cuando llega: “Lo maté para hacer la foto”. Por si fuera poco, en la escena siguiente Bernzy se pone un alzacuellos para subirse a una ambulancia y, mientras murmura en latín, saca la cámara y dispara un par de fotos antes de salir rodando. Frío, solitario y profesional: parecería un detective, si no fuera por su oculta y sensible vena artística.

Y es que los títulos de crédito ya apuntan a algo más que a una simpre visita al noir. Unas fotos caen en el líquido que permite revelarlas y lentamente van apareciendo imágenes grises de las calles y gentes de Nueva York, al ritmo de la bellísima melodía de Mark Isham. Bernzy también va a revelarse ante el público (de cínico a romántico) como una de sus fotos artísticas que capturan momentos de todo tipo: un incendio, un cadáver, un policía, sí, pero también un beso robado o un carnicero ensangrentado por su trabajo. El director, Howard Franklin (¿qué fue de él, que solo dirigió otra película más?), acierta al mostrar las fotos en blanco y negro, pero además nos pone en el punto de vista de Bernzy y, antes de disparar muchas de sus instantáneas, las vemos también en blanco y negro, subrayando el “ojo” que tiene el protagonista y cómo ve él la realidad. Gris.

Ya habíamos dicho solitario… pero la femme fatale no tarda en aparecer. La viuda dueña de un Club, Kay Levitz, llama al fotógrafo para ver si puede hacer fotos comprometidas de un supuesto nuevo socio que dice conocer a su difunto marido. Bernzy no acepta encargos… hasta que ve a Barbara Hershey, elegante, distinguida y que claramente juega en otra liga, pero el romántico que lleva dentro le impide negarse. El juego de ella no está muy claro. El espectador sabe desde el principio que es imposible que acaben juntos, pero su ambigüedad y cómo le defiende en ocasiones nos permiten entrever una posibilidad. Sí, ahora es el romántico que el espectador lleva dentro. Ella verá el proyecto de libro de fotografía artística que tiene Bernzy y parecerá que tiene sentimientos. Sin embargo, una escena genial subrayará el abismo que reina entre ellos.

El portero del Club no permite pasar a Bernzy y Kay sale a buscarlo en la noche lluviosa. Bajo un paraguas consigue ver el flash de su inseparable cámara en un callejón (gran metáfora visual) y se acerca. Allí, ve trabajar a Bernzy y cómo está “componiendo” la escena que va a retratar: un tipo de esmoquin borracho e inconsciente a quien el fotógrafo arregla el pelo y le coloca la botella al lado. Kay entiende que esa ¿sordidez? ¿honrada forma de ganarse la vida? no es su mundo y se va sin decir nada.

En la película no faltan los mafiosos, los tiroteos, las traiciones y las sorpresas. Hasta se mete de por medio la política, la corrupción, el FBI o acusan a Bernzy de comunista (así de rico es el guion del propio Franklin). El caso es que no voy a revelar nada de eso, pero sí quiero recordar otras dos poéticas escenas que dibujan al personaje y casan con el mejor noir clásico.

Por un lado, Bernzy consigue el no va más: no retratar el antes o el después de una muerte, sino el “durante”, al meterse en medio de un tiroteo y disparar su cámara sin parar. Cuando es descubierto por uno de los criminales en medio de la ensalada de tiros y le encañona, Bernzy reacciona de la única manera posible: levanta su cámara para hacer la foto definitiva, la muerte en primera persona. Inmejorable ejemplo de la devoción del personaje por su arte.

Por otro lado, tras el supuesto triunfo final, Bernzy y su amigo periodista se suben a su coche y la radio de la policía sigue informando. El amigo pregunta: “¿Cómo se para?” “No se puede”, contesta él con la mirada vidriosa y perdida, recordando que lo de Kay fue solo un sueño y que su éxito no vale nada comparado con lo que pudo haber sido. No. El crimen y la derrota nunca se paran.

Ver El ojo público es el noir con mayúsculas. Un sueño gris que consuela de la pérdida y nos recuerda que no hay victoria completa. Ver El ojo público es la vida.

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