Glorioso y luminoso technicolor, alta sociedad, belleza y elegancia a raudales… ¿qué tiene que ver esto con el cine negro? Pues, aunque no lo parezca, en pocas enciclopedias o monografías del noir faltará Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven, John M. Stahl, 1945) como melodrama negro o, cuando menos, una referencia al personaje de Ellen Berent como la más fatal de las mujeres fatales.
Stahl se forjó en el mudo y fue elaborando una coherente carrera de melodramas con estilo y de tintes literarios (La usurpadora, Imitación de la vida, Sublime obsesión…). Su legado y gusto han influido en autores como Douglas Sirk o Pedro Almodóvar, pero ninguno conservó o ha conservado su elegancia e inocencia que combinó a la perfección en títulos como el que nos ocupa.
Basada en una novela de Ben Ames Williams, Que el cielo la juzgue nos lleva a una cabaña de retiro en Nuevo México donde el escritor Richard Harland (el siempre algo hierático Cornel Wilde) se enamora de Ellen Berent (nunca mejor Gene Tierney), quien rompe su compromiso matrimonial con un fiscal (el pobre Vincent Price, que ya se había quedado sin el amor de Tierney en Laura) para casarse con Richard. “Felizmente” casados, la pareja viaja a la apartada e idílica casa de campo que Robert tiene en las montañas de Maine, donde pretende vivir junto a su joven hermano lisiado. Aunque ya teníamos pistas, aquí comienza Ellen ha mostrar su verdadera cara y a desear enfermizamente a Richard, solo para ella…
La película, en realidad, es un flashback pues arranca con la vuelta de Richard, tras un par de años en la cárcel, a su casa en Maine, donde es recibido por su amigo y abogado, que será el que cuente la historia. Cornel Wilde no está especialmente notable, aunque su carisma es incontestable (recuerda a Victor Mature, otro actor discutible, pero con presencia y masculinidad rotundas). Puesto que la historia comienza con él y es su abogado el que la va a contar podríamos creer que Harland es el protagonista. Sin embargo, en cuanto Richard se encuentra con Ellen en un tren leyendo uno de sus libros ya no hay dudas: Dios bendiga a Gene Tierney.
Entre Laura (1944) y El fantasma y la señora Muir (1947), la belleza de Gene Tierney estuvo siempre vinculada a lo etéreo, lo misterioso o lo inalcanzable. Su terrible historia personal (su primera hija nació enferma en los 40 y marcó su vida y progresivo deterioro mental que hasta inspiraría a Agatha Christie, siempre a la que salta) no impidió que en esta década nos dejara sus mayores obras maestras y su única nominación al Óscar: Ellen Berent. En Que el cielo la juzgue Tierney utiliza su mirada verde para enamorar a Harland y al público, pero pronto percibimos que esa mirada oculta obsesiones enfermizas y el camino al horror. Desde la escena del tren ella manifiesta su primera fijación: “¡Cómo se parece usted a mi padre!”. Luego, descubrimos que ha ido a Nuevo México a depositar allí las cenizas de su padre, en una ceremonia tan primitiva como inquietante: al amanecer y a caballo, ella cabalga por la meseta liberando cenizas y lágrimas, pero no los recuerdos ni las obsesiones. Esa excelente escena la presencia Harland y no puede menos que caer cautivado ante la aparente pureza del amor de Ellen. Sí, sí, pureza…
Una vez en la casi pintada al óleo Maine llegamos a la escena más justamente famosa y traumática de la película. Ellen, siempre muy cordial con el pobre hermano tullido, pasea en barca con él y le anima a nadar hasta la otra orilla. El joven lo intenta, se acalambra, se hunde… y ella lo contempla con las gafas de sol más gélidas de la historia del cine. Es bastante constante la presencia del agua en la película (ella también nada en Nuevo México, pero más que sirena, se torna jana, lamia, xana o como queramos llamar a esa divinidad acuática… y mortal) y es en esta escena cuando adquiere su simbolismo de muerte más obvio. La casa de Maine (poéticamente llamada “El otro lado de la Luna”) está rodeada de agua, rodeada de muerte, sobre todo, cuando llega Ellen.
Pero si ese bellísimo contraste entre la luz reflejada en el agua y la terrible muerte y frialdad de Ellen parece poco, todavía queda la traca final. Tras la muerte del hermano, Richard se hunde y solo parece recuperar los ánimos cuando ella queda embarazada. Sin embargo, temiendo verse de nuevo sustituida (y con celos de su propia hermanastra), llega el crimen más abyecto: Ellen se tira por la escalera para matar a su hijo. Ni más ni menos. No había habido femme fatale que se atreviera a tanto. Y, por cierto, Stahl anticipa la tragedia con la presencia de la escalera en muchos planos previos que anuncian el vértigo del drama que viene.
Y el tercer acto (¡todavía hay más!) no lo revelaremos por si todavía queda algún lector despistado que no haya visto la película. Solo diremos que faltan maldades de Ellen y un juicio en el que Vincent Price aplasta a Richard (su abogado es bastante inútil, por cierto), hasta que llega su declaración final y un precioso y sutil plano de la madre de Ellen agachando la cabeza, pues es otra víctima más del comportamiento de su hija.
Que no nos engañe el magnífico uso del color (único y merecido Óscar de la película, la fotografía de Leon Shamroy), entre piscinas, montañas y barquitas también se esconde el mal absoluto, incluso envuelto en los ojos verdes más hermosos del cine.