¿Una parodia encubierta de El padrino en los 80 con un director con casi ochenta años y que necesita silla de ruedas y oxígeno en el rodaje? Parecería una locura, si no fuera porque el director era John Huston (1906-1987) y todavía hay quien tiene fe en el talento y el trabajo antes que en la ridícula “inteligencia artificial”, que seguro que hubiera dicho que El honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, 1985) solo tenía un 4% de posibilidades de triunfar. Con un ritmo de vértigo, un humor ágil y moderno y unas interpretaciones memorables, la penúltima película del genio nos regala momentos dignos de su mejor cine.
Charley Partanna (Jack Nicholson) es un asesino a sueldo de la mafia y ojo derecho del padrino Don Corrado Prizzi (tremendo William Hickey, quien no llegaba a 60 y parece que daba la vuelta al calendario como un padrino semimomificado). En la boda con la que arranca la película (en efecto, como el “auténtico” El padrino), Charley ve a una misteriosa rubia de la que se enamora, aunque en una precisa presentación de personajes descubrimos también a Maerose Prizzi (elegantísima Anjelica Huston, el único Óscar de la película de ocho nominaciones, en el año de la todopoderosa Memorias de África). Maerose estuvo prometida con Charley, pero por un desliz puntual fue “expulsada” de la familia y hasta Partanna le recomienda buscarse a alguien de fuera de los Prizzi, casarse y dedicarse a la cocina. A ella no le hace mucha gracia la idea…
El caso es que la vaporosa rubia es Irene Walker (Kathleen Turner), quien se enamora también de Charley y ambos gozan de su amor con ardor juvenil. Esta primera parte y esta historia de amor no es lo más conseguido de la película, porque Nicholson no consigue despegarse de su habitual sombra de personaje esquinado y la Turner acababa de quemar pantallas con sus peligrosas garras en Fuego en el cuerpo o La pasión de China Blue. ¿Amor verdadero con balas de por medio? No hay quien se lo crea.
De hecho, pronto descubrimos que Irene es una asesina a sueldo que habían contratado los Prizzi y parece ser que se ha quedado con parte de su dinero en un trabajito. Charley tendrá que resolver la situación y comenzará la guasa: “¿La mato? ¿Me caso con ella?”. Y esto lo pregunta en serio pues, en efecto, el personaje es tan ridículo como falto de luces. Nicholson sí acierta con los titubeos y funciona de maravilla con Don Corrado o con su padre, Angelo Partanna, quien es consigliere del padrino.
Los ecos de Coppola sobrevuelan la película, pero el tono no puede ser más diferente. Frente a la nobleza solemne de los Corleone, los Prizzi se dibujan con ritos iniciáticos caricaturescos y retratos constantemente irónicos: el primer regalo infantil de Charley fue un entrañable y navideño puño americano… Más todavía, la diferencia está también en la puesta en escena de la acción. La escena más memorable de El honor de los Prizzi es el secuestro que Charley e Irene planean en un descansillo al ritmo de El barbero de Sevilla de Rossini. La velocidad y el trasfondo italiano celebran una escena magnífica que acaba en típica chapuza mediterránea: matan a una vecina que resulta ser esposa de un policía.
La policía aprieta y el guion (por cierto, del propio Richard Condon, autor de la novela, primera de las cuatro que dedicó a sus Prizzi) nos regala otra escena llena de ironía. Los pies planos se reúnen con la Familia para “renegociar” sus convenios pues ellos también tienen “honor” y no seguirán haciendo la vista gorda hasta que no resuelvan ese crimen. Solemnidad, sí, pero de un cinismo tan irónico como efectivo.
Charley tendrá que decidir entre Irene (que encima es polaca, otra guasa racial contra los tradicionales Prizzi) y la Familia: “Ella es tu esposa. Nosotros somos tu vida”… si es que la rubia se deja, claro. No revelaremos el final, pero sí diremos que hay una bella metáfora con un descapotable Excalibur Phaeton Serie IV, hermoso, extravagante y, en definitiva, fuera de lugar (“Los japoneses lo fabrican en Inglaterra para el mercado árabe. Un verdadero coche californiano”).
Pero no podemos dejar de mencionar una de las mejores escenas de la película y, probablemente, la que le dio el Óscar a Anjelica (por cierto, John Huston había conseguido el premio para su padre, Walter, por su papel secundario en El tesoro de Sierra Madre y ahora lo conseguía para su hija. Récord inigualable, claro está). Maerose Prizzi quiere vengarse/recuperar a Partanna y se “disfraza” de Madonna doliente maquillándose ojeras ante su padre para contarle cómo Charley la ha forzado y la ha dejado sin honor. El padre, indignado, contratará a un asesino a sueldo. En efecto, Irene Walker.
A Huston le quedaba todavía cine. Su última película, Los muertos (The Dead, 1987), es una de sus más grandes obras maestras y de obligado revisionado frecuente. A un menor nivel, ya El honor de los Prizzi había demostrado que John Huston seguía siendo grande en una década y un tiempo que ya no eran los suyos. Aunque, para los más grandes, todo tiempo es suyo y en toda década brillan. Incluso, después de muertos.