Más que cine negro: un documento social

Recordemos la terrible grandeza de El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931) y otros títulos de los años 30; no eran cine negro o de gánsteres, eran cine documental de la realidad de la época

James Cagney era un torrente de carisma, velocidad y violencia, lo cual no le impidió interpretar comedia o musicales (de hecho, su único Óscar fue por interpretar al compositor y bailarín George M. Cohan en Yanqui Dandy). Sin embargo, en los años de Paul Muni, Edward G. Robinson, George Raft o hasta de Humphrey Bogart, el gánster por excelencia del cine fue él. Desde su primer protagonista e irrupción triunfal: El enemigo público (The Public Enemy, William A. Wellman, 1931).

Si Hampa dorada o Scarface se inspiraban en la vida y “milagros” de Al Capone, El enemigo público se recrea en las peripecias de otra joya del crimen, Dion O’Bannion (1892-1924), que fue fulminado por rivales antes de los cuarenta. Y es que esa es la primera paradoja que presenta la película. Su título parece anunciar un enfrentamiento de ese “enemigo del pueblo” con los buenos, los policías, pero lo que veremos es cómo el mundo del crimen se come a sí mismo y son los propios delincuentes quienes terminan enfrentándose y matándose entre ellos. Sin que quede uno vivo.

enemigo público

El comienzo de la película hoy ya no sorprende, pues es apuntar cómo, desde niños, la pareja de amigos inseparables apuntaba maneras en el engaño, a pesar de modelos como el hermano ideal o el padre violento (ahí queda la chulería del joven Tom Powers, que, sabiendo que le vuelve a tocar jarabe de cinturón, le pregunta con soberbia al padre mientras se suelta los pantalones: “¿Cómo los quieres esta vez, subidos o bajados?”. Con todas las lecturas y traumas que ello sugiere con sutileza).

Pero la gran virtud de la película es la pericia visual de William Wellman. Como tantos grandes, Wellman empezó en el mudo, por lo que una de las delicias de ver estas películas, todavía de transición entre el cine silente y el sonoro, es que entonces los directores sabían contar sin palabras y sugerir con metáforas. Sin ir más lejos, los chicos se hacen adultos repitiendo un plano en el que se les ve de espaldas y no hay más que añadir. Ahí aparece Cagney como Tom, aunque, curiosamente, iba a interpretar al amigo Matt Doyle (que haría un discreto Edward Woods, quien se retiró de la actuación en los años 30), pero Wellman vio las pruebas de cámara y decidió cambiar a los actores… con ojo clínico.

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Cagney muestra su cara de desprecio y media sonrisa por todo y ante todo. Sus jefes, las chicas, su hermano héroe de guerra… solo parece congraciarse con su madre (tópicas lecturas psicológicas del momento) y con su amigo Matt. Con una frase brillante se define su amistad. El jefe les pregunta: “¿Estás solo?” “Siempre estoy solo cuando estoy con Matt”, dando a entender que los dos son uno. Ese desprecio en la mueca se convierte en violencia en cuanto Tom crece y su contrabando con el alcohol aumenta. Llegará la sangre y florecerán cadáveres en un Chicago de los estudios Warner en California, tan irreal como perfecto por claustrofóbico.

Casi todas las muertes son fuera de cámara para dejar tranquilo al censor. Esto permite que el espectador cree en su mente toda la brutalidad que no ve, lo cual siempre es bastante más desasosegador. Dos ejemplos: primero, la muerte del antiguo jefe de Tom, quien sale de una fiesta (esos esmóquines con bufanda blanca, pura elegancia gansteril) y vemos cómo un gato negro pasa por delante de él. Sin inserto, ni plano, para el gato. Así de sutil y así de genial. Cuando oigamos los tiros, ya sabremos lo que significan. Segundo, un caballo mata accidentalmente (¡por una vez!) a un amigo de Tom. Este va a los establos, compra el caballo por mil dólares y allí mismo lo despacha a tiros. Brutal. Prehistórico. Peor (¿mejor?) todavía: basado en hechos reales.

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Pero si El enemigo público ha entrado en la historia de nuestra memoria cinéfila es por dos escenas. La primera, cuando harto de su novia del momento (no Jean Harlow, algo desaprovechada como otra amante de Tom, sino Mae Clarke), Tom va a desayunar y se encuentra con la mesa sin alcohol, corta la discusión de turno y nos deja boquiabiertos cogiendo un pomelo y estrellándoselo a la chica en la cara. El gesto iba a ser una broma de Cagney y Clarke para ver cómo reaccionaba el equipo. La reacción fue que el plano se quedó en la película y es ya un clásico del cine.

La otra escena visualmente tremenda es el final. Tras un tiroteo bajo la lluvia, Tom sale del local malherido y murmura un sentido y significativo “No soy tan duro”, para desplomarse en el asfalto. No muere, sino que acaba en el hospital. Será cuando “lo lleven de vuelta a casa” cuando veamos un plano casi de terror, con esa llegada enmarcada por la puerta mientras su madre canturrea en el piso de arriba. Su hermano abre la puerta y no hace falta decir más.

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El crimen no paga, se decía por entonces y hasta aparece escrito al principio y al final de la película, como discurso para no despertar admiradores (otra paradoja, Cagney está tan bien, que gozamos de sus “hazañas”), sino intentar escandalizar con lo que hemos visto. Recordemos la terrible grandeza de El enemigo público y otros títulos de los 30: no eran cine negro o de gánsteres, eran cine documental de la realidad de la época.

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