Los monstruos existen y están cerca

Fotograma de "Desaparecida" (Spoorloos, George Sluizer, 1988)
photo_camera Fotograma de "Desaparecida" (Spoorloos, George Sluizer, 1988)

Cuenta la leyenda (bueno, lo contaba el director) que Stanley Kubrick dijo que Desaparecida (Spoorloos, George Sluizer, 1988) era la película más terrorífica que había visto nunca. La búsqueda de la verdad de una desaparición adquiere un carácter obsesivo que nos lleva hasta abismos propios de Allan Poe o Stephen King. Agárrense al sofá.

Las películas sobre desapariciones son un género en sí mismas, por desgracia, porque la realidad nos ofrece recurrentes variantes de personas que estaban desarrollando su vida normal y un día desaparecieron y no se las volvió a ver. Ya fuera por voluntad propia, por una mano criminal o, supongo que lo peor, por razones nunca descubiertas, el caso es que los familiares y amigos caen en una comprensible obsesión por encontrar a esa persona y por saber qué fue lo que les pasó. En Desaparecida (Spoorloos, George Sluizer, 1988) nos encontramos con una de las muestras más crudas y obsesivas de lo que estamos describiendo.

Una joven pareja neerlandesa de veraneo en Francia para en una gasolinera y ella desaparece para siempre a plena luz del día. Tres años después, él, todavía obsesionado con la búsqueda, empieza a recibir postales de alguien que le dice que le contará lo que le pasó a Saskia… Esta en apariencia sencilla historia podría ventilarse de muchas maneras, pero es la sutileza del guion y lo que el director sugiere en lugar de mostrar, lo que convierte a Desaparecida en algo diferente.

Para empezar, la película respira verosimilitud. Ninguno de los dos actores principales es especialmente conocido (ni tampoco, ay, especialmente afortunado en su interpretación) pero, tal vez por ello, Gene Bervoets y Johanna ter Steege parecen personas reales, con sus discusiones y reconciliaciones, y sus rostros cotidianos se unen a la sensación de veracidad que transmiten los escenarios reales en los que se mueven (gasolinera, cafetería…). Quien sí destaca y resulta inolvidable es Bernard-Pierre Donnadieu, quien, como responsable de la desaparición, consigue crear un villano sociópata retorcido y sibilino, pero que vive una doble vida inquietante.

La familia (¡sus hijas!) cree que Raymond tiene una amante o algo así, porque viaja demasiado con su coche y no es capaz de justificar esos kilómetros de más. Sin embargo, él es un profesor más que se convierte en héroe para su familia por lanzarse a un río para salvar a alguien o, simplemente, por ser el cabeza de familia. Como pasa en cualquier casa… si no fuera por lo que hay detrás. Raymond es un psicópata que planea secuestrar a una mujer por ver qué se siente. Ya antes ha experimentado con hacer cosas imprevistas o buscar los límites de una realidad que no le satisface, pero ahora llegará al crimen. Este gélido análisis de la psicopatía es tan verosímil que las notas en su cuaderno o sus cálculos minuciosos nos resultan incluso cercanos, como si nosotros mismos los estuviéramos pensando con él. Tremendo.

Hay que destacar la puesta en escena del francés George Sluizer, quien había dirigido diversos cortos antes, pero que conseguiría cierto prestigio con esta película y luego prácticamente desaparecería, tal vez por su compromiso con la causa palestina. El caso es que Sluizer nos presenta la primera parte de la película a través de los ojos de Rex y Saskia y nos identificamos con la pérdida y empatizamos con el protagonista. Sin embargo, de repente la película se pone a contarnos la vida de Raymond y su normalidad absoluta… si no fuera por su obsesión por el secuestro y el crimen. Cuando Rex finalmente se reúne con Raymond, empieza otra película a bordo de un coche porque el secuestrador le contará lo que pasó, si Rex accede a que le pase lo mismo que a ella. ¿Seríamos capaces de todo por saber la verdad? ¿Incluso de sufrir el mismo destino, porque lo que nos corroe y martiriza es el no saber?

En ese claustrofóbico coche que nos va a arrastrar al abismo, Sluizer introduce diversos saltos atrás para contar más detalles de Raymond, cada cual más inquietante. Eso sí, siempre sin caer en lo morboso y jugando elegantemente con las metáforas (la pesadilla del huevo, el túnel, el propio coche) y la sugerencia. Lo más terrible es la relación que se va a establecer entre Raymond y Rex, casi de normalidad, casi de “amigos”…

Los sintetizadores ochenteros contribuyen al aire de desasosiego y al tono retro, que nos recuerda que entonces no había móviles, ni localizadores, pero sí depredadores incluso con el sol en todo lo alto. (Como si los móviles hoy fueran garantía de nada, con desapariciones sin resolver cada año en uno de los problemas criminales más importantes y sorprendentes de nuestra sociedad). Resultan muy curiosas las constantes referencias que oímos en varias radios al Tour de Francia de 1984 y al duelo entre Fignon e Hinault, que sirven para situarnos en verano y que se explican porque el guionista y autor de la novela original, Tim Krabbé, es un gran aficionado al ciclismo.

Dejamos para el final el desenlace de la historia que, obviamente, no se debe contar. Solo decir que Hollywood contrató a Sluizer para hacer una nueva versión con Jeff Bridges y Kiefer Sutherland y no solo fue muy inferior (¡y costó diez veces más!), sino que le hicieron cambiar el impactante final por el que se recuerda esta película. Tópicos como que a veces es mejor no conocer la verdad o que hay cosas peores que la muerte parecen haber sobrevolado la mente del criminal. Lo dicho: un final que impactó en los ochenta y sobre el que hoy ya se han hecho tantas variantes que, quizá, ha perdido algo de efectividad.

Descubran el cine neerlandés más allá de Paul Verhoeven y permitan que Desaparecida les hiele el alma. Los monstruos son personas reales con una vida “normal” y hasta pueden tener familias perfectas o ser tu vecino… No lo olvidemos.

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