Ahora que, por fin, se acaba el 2020, lo traeremos a colación para lo poco que ha servido: celebrar aniversarios de fechas acabadas en cinco o en cero. Hace treinta años, en 1990, se estrenaba Muerte entre las flores (Miller’s Crossing) y los hermanos Coen entraban en la élite del cine para no abandonarla.

Los más pedantes prefieren Barton Fink (1991), cuyo críptico surrealismo casi acaba con su carrera. Los más cachondos se quedan con El gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998), película de culto con el Nota o Jesús Quintana como iconos populares. A la Academia le dio por premiar No es país para viejos (No Country for Old Men, 2007), que en realidad era mucho más McCarthy que Coen y fue devorada por el imposible peluquín de Bardem… El caso es que ninguna ha superado a Muerte entre las flores y solo algunos aspectos de El hombre que nunca estuvo allí (The Man Who Wasn’t There, 2001) (el aire retro, la femme fatale) o de Valor de ley (True Grit, 2010) (el antihéroe, la melancolía) han conseguido evocar la genialidad que celebramos hace treinta años.
La vuelvo a ver y este Cruce de Miller me sigue poniendo la piel de gallina. Todas las claves del cine de gánsteres y de la novela negra son recibidas, asumidas, homenajeadas y sublimadas en la película.
Partiendo de la cita explícita a Dashiell Hammett (Cosecha roja y La llave de cristal, sobre todo), en Muerte entre las flores están el antihéroe lacónico, las luchas entre italianos e irlandeses, la Ley Seca, las palizas y la violencia expresa, los diálogos memorables y más secos que la Ley, la femme fatale, el jazz… en definitiva, los Coen proponen no un viaje a los Estados Unidos de los años 20, sino a las películas y novelas que recreaban esos Estados Unidos. Esta acumulación de tópicos, que podría lastrar la propuesta, se convierte en una fiesta memorable como la que definía Umberto Eco para Casablanca: “Dos tópicos nos hacen reír. Un centenar nos emocionan.”

El antihéroe Tom (nunca mejor Gabriel Byrne) se mueve entre su jefe Leo (tremendo Albert Finney) y su amante Verna (Marcia Gay Harden merece párrafo aparte). “Su” amante, de él y de su jefe, pues más que amor, en la película hay conveniencia y deseo. Ella quiere que Leo proteja a su hermano Bernie, siempre metido en líos y estafas. Leo quiere gobernar la ciudad y cree en el amor de Verna, pues ya no tiene edad para tontear y ha decidido creer sus mentiras como mal menor. Tom, simplemente, no sabe lo que quiere. O no se atreve a decirlo.
Y es que la historia con Verna nos regala líneas memorables como: “Le quiero porque es honesto y tiene corazón”, “Entonces es verdad que los opuestos se atraen”. O, también, “¿No tendrías que estar haciendo tu trabajo?” “Intimidar a mujeres indefensas es mi trabajo” “Pues encuentra a una e intimídala”. Y, ¿qué tal “Siempre buscas el camino más largo para obtener lo que quieres, Tom. ¿Te costaba pedirlo?” “Y, ¿qué es lo que quiero?” “A mí”?. Diálogos que bailan de la melancolía derrotada a la ironía cruel y que Harden recita como poesía o como navajazos, sin que importe qué tono utiliza con cada línea.

Elegantes fundidos en negro que obvian el sexo gratuito, escorzos violentos cuando la sangre salpica al espectador o una escena para la historia (Leo y su subfusil Thompson) son más alicientes de una obra maestra que se completa con villanos memorables, banda sonora para recordar y simbolismo onírico de regalo.
Sí, a uno le entran ganas de beberse Muerte entre las flores con un güisqui o de fumar uno de los puros de Leo, anchos como las piernas de Verna. Lo justo para escandalizar al puritanismo actual. Lo justo para volver a Miller’s Crossing.