Para morirse de cine

Neonoir: violencia nueva, tiros viejos

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A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) es uno de los primeros neonoir. Un montaje no lineal, uso de cámara lenta, escenas montadas varias veces como evocación del protagonista o de otros personajes y constantes detalles simbólicos

El pop de los sesenta puede que terminara con los asesinatos de Kennedy y King en el 68 (¿qué Kennedy? Bobby, claro) y la masacre de Manson en el 69. Ese paso a la era de Acuario y a la psicodelia nos ha dejado, como todo momento de transición, interesantes miradas desde el arte que retratan la vida entre dos mundos, la sensación de desubicación y cierto tono apocalíptico irreversible ante el fin de algo. A quemarropa (Point Blank, John Boorman, 1967) es uno de los primeros neonoir y se mueve precisamente entre esas dos épocas en la forma y en el fondo.

La historia es conocida y viene de una novela de Richard Stark, uno de los seudónimos de Donald Westlake con el que quería homenajear a Richard Widmark por su papel en El beso de la muerte. Westlake creó a Parker en The Hunter (1962) y le haría protagonizar más de veinte novelas. Parker es un ladrón duro y solitario que, durante un golpe, fue traicionado por un amigo, quien le tiroteó y se fue con su mujer. Parker es abandonado en una celda en la prisión abandonada de Alcatraz con varios tiros encima… pero eso es el arranque. Parker consigue salir a nado de la isla más famosa de San Francisco, justo cuando encadenamos a una escena en la que una mujer comenta que es imposible salir de allí: genial toque de montaje que subraya el carácter mítico del protagonista. Seguiremos los pasos de Parker que irán de su maltrecha esposa a su cuñada y a diversos miembros de la “organización” a la que su amigo debía el dinero y que se niegan a pagar. No saben con quién tratan.

Porque el principal hallazgo de la película es el personaje de Walker (Westlake no dejaba adaptar el nombre de su creación), interpretado por Lee Marvin. Sin una sonrisa o palabra de más, pero sin una bala de menos, Walker pasea por la historia como una sombra ominosa dispuesta a arrasar con todo cuando explota su violencia. Su granítica figura parece evocar al Bogart más duro, pero la nueva violencia explícita de los sesenta nos regala dos momentos impresionantes. Cuando busca a su esposa le vemos caminar por un largo pasillo de una estación y sus pasos resuenan con eco. En paralelo, ella se levanta de la cama en su casa y se maquilla, pero seguimos oyendo los pasos. Walker llega ante su casa en coche y la observa… ¡y seguimos oyendo los pasos, mientras arranca una música de suspense! Ella vuelve de la calle y cierra la puerta, con el ruido de los pasos ya a punto de ser inaguantable y todo explota con Walker reventando la puerta de una patada, agarrándola a ella con una mano y encañonando con otra. Se precipita a la cama en la que cree estar el “amigo” y vacía el cargador sobre ella completamente ciego de ira… porque la cama está vacía.

La otra explosiva e inolvidable escena es semejante. Walker obliga a un jefazo (Brewster) a que llame a otro jefazo (Fairfax, esos nombres-poesía del cine negro) para explicarle su “problema” porque quiere sus 93 000 dólares. El otro jefe (el que no tiene delante a Walker, claro) se niega a pagar y no acepta el ultimátum. Walker pasa de la tranquilidad en la negociación a… disparar contra el teléfono y despedazarlo ante el terror de Brewster.

Pero, dentro de ese cambio de era del que hablaba antes, hay que subrayar el colorido pop del vestuario y la decoración. La cuñada de Walker (siempre tremenda Angie Dickinson) viste con unos amarillos y rojos que queman los ojos casi más que su figura. El ático donde se refugia el “amigo” Mal Reese (debut de John Vernon) es casi un personaje por su estética y sus chillonas paredes y cortinas. O el contraste entre los exteriores del azul brillante del tiroteo en el canal de desagüe a la oscuridad siniestra de Alcatraz. Incluso en un club nocturno oímos a un negro volviéndose loco con el soul de su música… sin saber quién más se va a volver loco en esa escena.

Y es que la puesta en escena del casi debutante John Boorman es otro de los elementos inolvidables de A quemarropa. Un montaje no lineal, uso de cámara lenta, escenas montadas varias veces como evocación del protagonista o de otros personajes y constantes detalles simbólicos hacen que los críticos hayan apuntado a la influencia de la nouvelle vague o a los aires europeos que el inglés Boorman llevaba a Hollywood. Valga como ejemplo esa violenta pelea que se desata en el club, que vemos fragmentada y rota por primeros planos, escasa iluminación y más sugerencia que sangre. No es por nada pero ya quisiera la nouvelle vague… (Y, sí, Tarantino y Nolan vienen también de esta película).

Y ante este ambiente tan original y surreal, queda la pregunta que muchos se hacen ante el sugerente final: ¿está Walker muerto desde el principio y todo pasa en su cabeza? ¿En realidad es un fantasma vengativo siniestro que viene a impartir justicia? ¿Importa esto mucho para el disfrute de la película? La última respuesta, me la sé.

No olvidemos al misterioso personaje que va dando pistas a Walker, la irrupción en una oficina con Marvin susurrando a una secretaria sin que sepamos qué, la paliza de golpes que Dickinson da a Marvin en el pecho y este no se inmuta hasta que ella cae rendida, el vuelo desde el ático del matón desnudo… En fin, docenas de razones para volver a Westlake, a Parker (no se pierdan el cómic de Darwyn Cooke) o, en definitiva y a pesar de otras adaptaciones, a A quemarropa.

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