Todos los hombres del presidente (All the President’s Men, Alan J. Pakula, 1976) es una película emblemática por muchas razones, que se sigue mostrando en las facultades de Periodismo como ejemplo deontológico y profesional del buen periodista. Su gran virtud, claro está, es que no solo es un tratado teórico plomizo sobre el buen juntaletras, sino que se convierte en una película de investigación policial y de suspense que te mantiene atrapado dos horas y pico a pesar de saber todo lo que va a ocurrir.
El argumento es bien conocido: en la sede del partido demócrata del edificio Watergate se produce un ¿robo? y dos periodistas del Washington Post, Bob Woodward y Carl Bernstein, empiezan a tirar del hilo hasta llegar al partido republicano, la CIA, el FBI y, finalmente, la Casa Blanca con Nixon a la cabeza. La idea sería ingenua y propia del idealismo americano, si no fuera porque ocurrió de verdad y el guion de William Goldman (que ganó el Óscar) se basaba en el libro que escribieron los periodistas relatando su investigación. Es evidente que la película tiene un punto de vista parcial e interesado, pero el suspense y la emoción se contagian porque prima mucho más lo cinematográfico que lo discursivo.
¿Cómo se convierte un libro de 400 páginas sobre conversaciones y artículos periodísticos en una emocionante película de Hollywood? Para empezar, con un reparto de lujo. Robert Redford y Dustin Hoffman son Woodward y Bernstein y su carisma sería suficiente para sostener la película. Sin embargo, por algo hablamos de dos estrellas: ambos improvisan constantemente, se pisan los diálogos con absoluta naturalidad, mantienen planos secuencia de varios minutos o, incluso, se confunden en algunas líneas pero no se salen del personaje, por lo que esas tomas quedan en la película como rasgo de verosimilitud. Sí, realmente nos creemos estar en los pasillos del Post y nos encanta acompañar a estos dos tipos por su viaje no exento de peligros.
No contentos con esos dos nombres ilustres, la película se completa con secundarios de un brillo más que contrastado: Jason Robards Jr., Jack Warden, Martin Balsam o Hal Holbrook completan un elenco de esos en los que está bien hasta el que sale unos minutos en la sombra… “Garganta profunda” (Hal Holbrook), por ejemplo, que sería una de las aportaciones de la película a la cultura popular.
Si Goldman destaca ya en la escritura y en el ritmo de la historia y de los personajes, también hay que atribuirle esa otra línea que todos conocemos y que no estaba en el libro original. “Siga el dinero” es la pista que da el misterioso confidente a Redford y que hoy todo periodista o investigador sabe que resulta clave para localizar el origen de un crimen, en este caso, los fondos para la reelección de Nixon que sirvieron para pagar a los asaltantes del Watergate...
A todo esto también podemos añadir elementos técnicos que pueden pasar más desapercibidos pero que redondean una factura impecable. La fotografía de Gordon Willis (que venía de El padrino, por ejemplo) es mortecina y siniestra, acompañando no ya al famoso garaje donde “Garganta profunda” se reúne con Woodward, sino también a otras entrevistas de los periodistas que se producían a altas horas. Todo ello contribuye a una oscuridad generalizada que contrasta con el brillo de la redacción del periódico en una metáfora que no hace falta explicar.
Y es que, hablando de metáforas, Alan J. Pakula (que fue productor de Matar a un ruiseñor y que ya había dirigido Klute, otra candidata a #paramorirsedecine) tenía la difícil papeleta de hacer “entretenidas” o “dinámicas” largas conversaciones telefónicas o entrevistas presenciales. Para ello, apuesta por largos planos secuencia, entrevistas al aire libre, algún veloz trávelin por la redacción o, incluso, vemos las esquemáticas notas que toman los periodistas y guían al espectador. Además, se permite un par de recursos tan obvios como efectivos. Por un lado, los dos periodistas examinan toda una lista de nombres y la cámara se aleja hacia el cielo para significar la inabarcable amplitud de su búsqueda que parece incluir a toda la ciudad o al país (un plano nadir en una biblioteca, si me permiten el tecnicismo de enciclopedia de cine, casi como el ojo de Dios velando por los periodistas). Por otro lado, tanto al principio como al final, la televisión que bombardea con sus noticias políticas y los discursos monótonos de Nixon, termina por ser solapada por el ruido de las teclas de las máquinas de escribir. Máquinas que evocan el sonido de disparos con la imagen más llamativa y espectacular: las palabras son los disparos que vencerán a los políticos corruptos y delincuentes. (Para la historia ese plano final de Nixon en la tele hablando y los dos periodistas, en aparente segundo plano, escribiendo sin parar).
La búsqueda de fuentes contrastadas, el entrevistar a docenas de personas, el seguir hilos hasta el infinito y hasta el pelear con jefes timoratos es ya el abecé del periodista de investigación. En Todos los hombres del presidente vemos todas esas actividades en la indagación de la trama de corrupción más importante del siglo XX. Puede que la cantidad de nombres que aparecen hoy nos resulten lejanos o confusos (como en toda película de cine negro, por cierto), pero, cuando uno termina de ver la película, sabe que ha disfrutado con lo que ha visto. Eso es buen cine.