“Lo hice por el dinero y por una mujer… No conseguí el dinero y… no conseguí la mujer”. No se puede decir mejor y más claramente. En esa línea está la esencia del noir y de todo el cine negro habido y por haber. Ahí está la avaricia, la lujuria (¿no es lo mismo?), el inexorable destino y la perdición final. Sí, porque Walter Neff (Fred McMurray) está confesando su crimen en un dictáfono con una bala en la barriga. Y eso es solo el comienzo de la película.
Si hubiera que elegir una sola película #paramorirsedecine sería Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944). Por supuesto que está más guapa Ava Gardner en Forajidos, o que los diálogos ácidos son más abundantes en El sueño eterno, o que hay más corrupción y violencia en Los sobornados, pero antes de todas ellas Perdición reunió todo eso y sirvió de referente a cuanto vino después.
James M. Cain escribió la novela corta pero el guion lo hicieron Billy Wilder y Raymond Chandler, a quien se fichó porque sus diálogos eran mejores que los de Cain y así debutaba en el cine. No se llevó nada bien con Wilder y, sin embargo, de su colaboración nació esta obra perfecta que podríamos citar de principio a fin con juegos de palabras, ironías o sentencias tan antológicas y definitivas como la que encabeza estas líneas. Los dos genios supieron pelearse, sí, pero también reconocer dónde se equivocaban y dónde acertaba el otro.
La historia es ya un tópico, entonces era un escándalo. Una mujer casada se alía con su amante para matar a su marido y cobrar un seguro de vida que ha firmado engañado… por el propio amante. McMurray se suponía que era actor de comedia, por eso causó espanto entre los más timoratos verle acosando con lujuria a Phyllis Dietrichson, paradigma de femme fatale.
Y es que Phyllis fue un papel que Barbara Stanwych tenía miedo de aceptar por si enterraba su carrera con semejante mantis. Para la historia queda su peluca rubia (“queríamos a Stanwyck y tenemos a George Washington”, decía un directivo de Paramount que no veía que así se subrayaba la vulgaridad del personaje y su vanidosa lascivia) y una pulsera en el tobillo. El objeto simbólico como recurso constante es clave en el cine clásico y las referencias de McMurray al mismo son tan insinuantes como eróticas. Por algo Phyllis se nos presenta en lo alto de una escalera cubierta con una toalla: ahí está el brazalete. Ahí está el deseo. Ahí está la perdición.
Falta una pieza en este triángulo genial y no me refiero al marido (alcohólico y presunto abusador que parece merecer la muerte, toma esa, código Hays). La tercera pata de la película es Barton Keyes, el agente de seguros compañero de Neff que olerá a chamusquina y que cobra vida con un inconmensurable Edward G. Robinson. Hoy es uno de los muchos actores olvidados en el siglo XXI, pero Robinson será para siempre uno de los mejores actores secundarios de la historia, con capacidad más que suficiente como para llevar películas de las que hablaremos en esta sección como Hampa dorada o La mujer del cuadro.
¿Es todo cinismo, falsedad y muerte en Perdición? No, también hay amor. Cuando Neff termina su confesión y Keyes ha llegado para escucharle sus últimas palabras, Wilder termina la película con uno de esos diálogos para la historia: “¿Saber por qué no lo viste, Keyes? Te lo diré... Porque al tipo a quien buscabas lo tenías demasiado cerca. Justo en el escritorio de al lado…” “Mucho más cerca, Walter” “Yo también te quiero”.
Los decorados reales de Los Ángeles cobran vida con detalles geniales: la casa de Phyllis y esa sinuosa escalera (como ella, claro); el supermercado y Phyllis con gafas de sol en su interior (siempre ocultando algo); la formal oficina de seguros que parece anunciar la de El apartamento y que será el lugar al que acuda a morir Walter; hasta el famoso apartamento de Neff con esa puerta imposible que abre hacia afuera para esconder a Phyllis en una maravillosa secuencia de suspense.
A todo ello hay que añadir la banda sonora de Miklós Rózsa que arranca con solemnidad pero que puntúa los cambios de ritmo con un leitmotiv allegro que subraya el vértigo de los amantes hacia el abismo. Impresionante.
Y las cortinas venecianas, y el pasado de Phyllis como “enfermera”, y la hija del primer matrimonio de Dietrichson, Lola, y su amante Nino Zachetti, y el testigo incómodo en el tren, y la mirada de Stanwyck en el coche, y el olor a madreselva, y ese jersey de angora… Una obra maestra es siempre inagotable en lecturas y disfrute, por ello es eterna. Hay que perderse eternamente en Perdición.
Durante este mes de agosto esta sección descansará para que revisen todos los títulos que hemos ido comentando en las semanas precedentes. No se arrepentirán. Si lo tienen a bien, en septiembre volveremos a morir de cine. Mientras tanto, el crimen no para en eltaquígrafo…