Los lobos acechan y atacan en cualquier parte, incluso en tu barrio, en tu calle, con tus amigos. La pérdida de la inocencia se ha contado de muchas maneras, pero pocas veces de forma tan brutal y dramática como en este barrio de Boston. Lo que les pasó a estos tres amigos siendo niños es innombrable y, aunque parece que solo uno subió a ese coche, en realidad ninguno de los tres volvió a ser igual.
Como muchos ya sabrán, estoy hablando de Mystic River (Clint Eastwood, 2003), película que cumple veinte años y que nos sirve para celebrar a Eastwood y el anuncio de su última película como director… bien pasados los noventa. Para algunos esta película está algo “pasada”; para otros, es una de las mejores de Clint. Lo que es seguro es que no deja indiferente.
Tres chavales juegan solos en la calle y un coche se para. Dicen ser policías y se llevan al que parece no vivir en ese barrio. Desde la parte de atrás del coche, el joven Dave mira a sus amigos, Jimmy y Sean, y ya nunca nada será como tiene que ser. Este prólogo terrorífico tiene una puesta en escena aparentemente sencilla, como siempre en Clint, pero con un trasfondo mucho más profundo de lo que parece, como siempre en los genios. Los niños muestran su carácter con sutileza: Jimmy es el más gamberro, quien quiere “tomar prestado” un coche para dar una vuelta y quien empieza a escribir su nombre sobre el cemento fresco; Sean es más responsable y temeroso de sus padres; y Dave, el alto y fuerte, será el más inocente y quien será secuestrado. Además, cuando habla el supuesto policía, oímos perros ladrando en la lejanía…

Décadas después sabremos que Dave sufrió abusos hasta que se fugó de ese infierno de días secuestrado. Jimmy tiene una tienda y se ha convertido en un nombre importante en el barrio, sobre todo tras pasar por la cárcel. Dave es policía y vuelve al barrio a investigar… la brutal muerte de la hija adolescente de Jimmy. Todo lo que cuento es solo el planteamiento, pues desde el principio la película te agarra de la yugular y ya no te suelta hasta el final. Dos horas que pasan como un suspiro siempre es un halago, en este caso, como todos recordamos, gracias al fenomenal trabajo de los actores (y Clint tiene bastante que ver en ello, pues no rueda explosiones ni efectos especiales, solo deja el material para que se luzcan las estrellas).
El material original, claro está, es óptimo. La novela de Dennis Lehane (Adiós pequeña, adiós o Shutter Island) fue adaptada de forma exquisita por Brian Helgeland (Óscar por L.A. Confidential, que también transformó en cine y que también tenía tres fuertes personajes protagonistas). Pero, como decíamos, Sean Penn como Jimmy, Kevin Bacon como Sean y Tim Robbins como Dave son quienes llevan la película y, en cada minuto en el que están en pantalla, la llenan con lo que hacen y, sobre todo, con lo que no hacen. Los tres esconden sus traumas y parecen a punto de estallar en cada escena. Cuando se juntan, ya no son los amigos que jugaban en la calle, pero porque la vida les ha atropellado y se percibe que nunca hablaron de aquel día grabado en sus vidas, como quedaron grabados sus nombres en el suelo. El de Dave, por cierto, a medias, como su vida. Robbins es la víctima maltratada y, aunque esté casado y con un hijo, no se le ve integrado en la sociedad ni feliz. A su hijo le cuenta cuentos de lobos y de cómo un niño héroe consigue escapar… Con ademanes lentos y mirada oscura y huidiza, Robbins contrasta con el siempre excesivo Penn (ambos consiguieron el Óscar por esta película). Algunos se enamoran del plano cenital del horror cuando Penn descubre que su hija está muerta en medio de un parque y chilla desesperado. Ese tono operístico en Boston es lo que buscaba Clint y, creo, funciona mucho mejor en la sutileza demoledora de llevar un vestido al depósito de cadáveres y ponerlo sobre su hija muerta. Ahí sí vemos al gran actor que es Penn y al mejor director que es Eastwood.

La historia de esta amistad destruida por los monstruos de nuestro mundo se apoya en la comentada sencillez de la puesta en escena, en los giros de la trama forzados pero creíbles, porque uno está hasta dentro con los personajes, y en actorazos para todo papel por secundario que sea. A los tres citados añadamos a Laurence Fishburne, Marcia Gay Harden, Laura Linney o el cameo de Eli Wallach (el mítico “Feo”) para su amigo Clint.
Las lecturas morales son tan complejas que cada personaje da para un libro. Dave y su disociación, que le llevan a seguir buscando la salida del horror que vivió. Jimmy y su violencia, que sabe que hubiera sido otro si hubiera subido él al coche y que solo busca la venganza contra quien sea y lo que sea porque el mundo le hizo así. Y Sean, aparentemente el más estable, ha sido abandonado por su esposa que le llama y no le habla, delatando otro problema de comunicación que, probablemente, también venga de lo que no ha contado nunca el policía. Lo dicho, todo un tratado sobre traumas y psicología de un realismo escalofriante.

El crimen y su resolución final es casi lo de menos y, por eso, parece algo forzada. Como en toda gran película, lo que interesa son los personajes, convertidos en personas reales, y cómo nos retratan a nosotros y a nuestras pesadillas sin perdón ni redención.
Añadan la bellísima melodía compuesta por el propio Clint Eastwood y tienen un cóctel inmejorable de esos que le dejan a uno mal cuerpo, pero que no puede esperar a volver a degustar. Alguno cree que puede enterrar sus pecados en el río del título. No se engañen, los pecados se pegan al alma y nos siguen hasta el final. Como Mystic River.