En 2003 el Instituto de Cine Americano (AFI, American Film Institute) publicó su lista de los 100 mayores héroes del cine. Por delante de James Bond o de Indiana Jones, y en un sorprendente primer puesto, se situó Atticus Finch. Trascendiendo la fábrica de sueños que es el cine, Atticus, protagonista en segundo plano de Matar a un ruiseñor (To Kill a Mockinbird, Robert Mulligan, 1962), es un personaje tan real, íntegro y admirable, que no es que haga buena la película, sino que hace bueno a quien la ve.
Por supuesto el origen está en la literatura, en la obra semiautobiográfica de Harper Lee, que cuenta con ojos de niña sus juegos y aventuras infantiles junto a sus amigos (en la realidad, uno de ellos era Truman Capote) en el gótico sur americano de los años treinta. Su padre era abogado y tuvo que defender a dos negros acusados de asesinato.
La película es muy fiel a la novela y Lee estuvo en el rodaje y bendijo la elección de Gregory Peck en el papel de su vida. Aunque los protagonistas son los niños, en especial Scout Finch, interpretada por Mary Badham, que se convirtió en la actriz más joven nominada al Óscar y amiga para siempre de Peck, la historia es devorada por el personaje del abogado.
Scout y su hermano Jem son huérfanos de madre por lo que Atticus, así le llaman, significa todo para ellos. Guardando la distancia reverencial de la época (“señor”) y la admiración y amor pertinentes, la película también es un retrato de maduración a través del ejemplo de un padre-héroe que trasciende la fantasía.
Atticus defiende a Tom Robinson (Brock Peters, quien se hizo íntimo de Peck y le recordó con admiración, hablando en su funeral) con pocas esperanzas de victoria en un caso de supuesta violación a una blanca. El racismo impregna la película y la sociedad en la que se desarrolla y algún ingenuo pensará que el tema estaba “de moda” en los sesenta, cuando por desgracia nunca ha dejado de estar presente en la historia de Estados Unidos. El abogado no se nos presenta como angelical ni perfecto, de hecho parece frío y torturado, lo cual hace que sea más real. Es célebre la escena en la que un perro con rabia pasea por el pueblo y Atticus se ve obligado a abatirlo con su escopeta, momento en el que sus hijos descubren con admiración otra faceta escondida de su padre.
Pero el momento memorable que entra en la historia del cine es el de la gloria en la derrota que tan bien retratara el maestro Ford en tantos títulos. El juicio acaba y Atticus recoge sus papeles en solitario, mientras el público abandona la sala. No todo. El público negro está segregado en el anfiteatro y lenta y progresivamente se va levantando en señal de admiración y respeto hacia un hombre que lo ha dado todo. La dignidad y la sobriedad de la escena es emotiva y hasta el público se pone en pie en ese momento ante el paso sereno de Atticus Finch.
Parece ser que el truco se supo después: Gregory Peck era Atticus Finch. Comprometido y premiado por diversas causas humanitarias toda su vida, la propia Harper Lee reconoció que Peck “se interpretó a sí mismo” en la película. En el año en el que arrasó Lawrence de Arabia, Peck sí le ganó el Óscar a Peter O’Toole (la película también ganaría el premio por el guion y por los decorados).
Las aventuras tomsawyerianas de Scout, Jem y su amigo Dill también nos dejan bellísima poesía y gran cine, o la presentación de Robert Duvall como el misterioso Boo Radley, inocente como un ruiseñor, que nos deja otra lección ética de Atticus: preservar la inocencia.
Hay películas malas, buenas o regulares. Matar a un ruiseñor no es solo que sea una obra maestra, es que es de esas películas que nos hacen mejores. Lean la novela, el cómic (de 2018, muy bien adaptado e ilustrado por Fred Fordham) o vean la película: mejorarán. Mejoraremos.