Dennis Lehane es uno de los nombres más interesantes de la novela negra americana en este siglo XXI. No me extrañaría que ya hubiera pasado por la columna vecina de Luis Artigue y, en caso contrario, intentaré convencerlo para que lo haga. Para empezar, Mystic River y Shutter Island son, probablemente, sus dos novelas más conocidas gracias a las adaptaciones cinematográficas llevadas a cabo por Clint Eastwood y Martin Scorsese, casi nada ese par de nombres y su incuestionable gusto. Para seguir, Lehane también es guionista (ganó el Premio del Jurado en San Sebastián por La entrega en 2014) y no solo ha guionizado sus novelas, sino que también trabajó en The Wire, por poner un ejemplo bien conocido.
Sin embargo, en estas líneas voy a reivindicar Adiós pequeña, adiós (Gone Baby Gone, Ben Affleck, 2007), que me parece una brillante joya, tal vez algo olvidada, y que es un puñetazo rotundo al espectador, cruel como el de Mystic River y sorprendente como el de Shutter Island, que deja ese regusto de intranquilidad tan desasosegante como una columna que acabara con una pregunta sin respuesta.
La película viene de la cuarta novela protagonizada por la pareja de detectives, Patrick Kenzie y Angie Gennaro, jóvenes y enamorados en un Boston ya no tan idílico. Y es que Boston es un personaje muy importante y lo que trajo a Ben Affleck al proyecto. Affleck creció al lado de Boston y rara es su película en la que no presume de ello. Tras ganar el Óscar con su amigo Matt Damon (otro bostoniano) por el guion de El indomable Will Hunting, Affleck debutó en la dirección adaptando esta historia de Dennis Lehane. Kenzie y Gennaro son contratados por una mujer cuya sobrina de cuatro años ha sido secuestrada. Cuando conocen a la madre y el hogar en el que vivía, la pareja queda sobrecogida por el desastre familiar: madre drogadicta, mentirosa, negligente; padre desaparecido; “hogar” esquelético (“¿También han secuestrado a los muebles?”, dirá con ironía Kenzie al entrar en la desierta habitación de la niña).
Los jóvenes aceptan el caso a pesar de su inexperiencia, porque conocen el barrio y a la gente del barrio. Es ahí cuando Ben Affleck nos regala una serie de planos casi documentales de gente en el porche mirando pasar la vida en las calles o de jóvenes reunidos a la intemperie de sus existencias sin percibir el fin de su juventud, rodeados de la fría pobreza del asfalto bostoniano. Sí, poesía frente a la crudeza que se avecina.
Casey Affleck (hermano de Ben en su primer papel protagonista, pero nada de nepotismo, pues, por ejemplo, ganaría el Óscar por Manchester frente al mar en 2016) y Michelle Monaghan interpretan con solvencia y emoción contenida a la pareja protagonista. El reparto se completa con nombres como Morgan Freeman, como el capitán de policía que lleva la investigación, o Ed Harris, como uno de los detectives. A destacar Amy Ryan, que crea a esa desastrosa madre solo preocupada por sus amantes y adicciones en un papel terrible que le valió la nominación al Óscar a la actriz.
Y es que lo sórdido no es la aparición del pederasta y de una de sus víctimas (se sugiere más que se muestra, en otro acierto de director), sino la violencia moral de la película. Dos dilemas se plantean que el espectador debe manejar con su conciencia. Primero: ¿qué haría si descubriera a un niño asesinado y tuviera a su asesino pederasta delante, de rodillas y desarmado? ¿Qué haría si la única pistola cargada la tienes en la mano dirigida a su nuca y nadie puede verte?...
Segundo y mucho más impactante. ¿Merece esa madre desastrosa y que a punto estuvo ya de perder a su hija cuando se la olvidó en el coche un día de calor, o cuando la llevó consigo a una transacción de drogas, o cuando la dejó sola en casa con cuatro años para ir al bar a drogarse, merece, digo, cuidar de su hija? ¿Si la niña fuera feliz en otro lado y con otra familia, qué deberíamos hacer? Aunque lo parezca, no estoy revelando lo más importante de la película y novela (adaptación muy fiel), sino que hay que vivir este viaje, los giros de la trama, la investigación de Kenzie y Gennaro con las víctimas que van quedando en el camino y, por supuesto, hallar las respuestas que nos da la película. Como advertía antes, demoledoras y sorprendentes.
Con la inocencia en juego no hay medias tintas y todos conocemos casos que nos siguen estrangulando el corazón, recientes y cercanos (aunque, ¿acaso alguno no lo es?). El cine y la literatura no nos dan soluciones. Nos hacen preguntas y nos permiten experiencias vicarias para comprender o tratar de comprender el mundo negro en el que sobrevivimos. No se engañen con la excelente Adiós pequeña, adiós y su demoledor plano final. No es tan sencillo como preguntar “¿Acaba bien? ¿Tiene un final feliz?” ¿Y las vidas? ¿Acaban “bien”? ¿Tienen finales felices?