JFK: Caso abierto (JFK, Oliver Stone, 1991) sigue siendo actual, no porque sesenta años después sigamos detrás de la bala mágica (que también), sino porque es una soberbia película de crimen, investigación, corrupción e intriga que te atrapa y no te suelta. Desconfiar de los gobiernos sigue siendo sano y necesario…
Oliver Stone apuntaba muy alto hace cuarenta años, cuando prácticamente encadenó tres Óscar: uno por el guion de El expreso de medianoche y los de director por Platoon y Nacido el cuatro de julio. Sin embargo, será por las alturas a las que creyó llegar o por su radicalismo político, el caso es que en este siglo XXI, entre loas a Castro o a Chávez, no ha dirigido ni una película buena. Para la historia queda su obra cumbre: JFK: Caso abierto (JFK, 1991).
El trauma de la muerte del presidente John F. Kennedy sigue atragantado en la mentalidad americana y el fin de Camelot se ha tratado desde cientos de puntos de vista. Oliver Stone es uno de tantos que elevaron a los altares laicos a Kennedy, por lo que su visión del caso no podía ser la oficial, más todavía, con su fama de polemista de izquierdas y… las chapuzas que se esconden en el propio caso Kennedy-Oswald-Ruby.

Da igual que uno sea proconspiración o procomisión Warren, la película funciona como un tiro (con perdón) porque mezcla la realidad con la ficción y las imágenes documentales con las recreaciones de tal manera que uno ya no sabe si lo que ve es real o no, simplemente disfruta de la versión de Stone del caso y se lo cree todo a pies juntillas. Solo el arranque ya nos sitúa perfectamente en lo que vamos a ver con esa mezcla de imágenes reales de Kennedy, su llegada a Dallas, pero también lo que pasa en “otra” realidad (filmada como documental) en la que alguien parece anunciar que van a matar al presidente, pero nadie hace caso… Este montaje engañoso y propagandístico es, claro está, manipulador por definición, pero de eso trata el espectáculo cinematográfico: de que nos manipulen y gocemos con ello. Mención especial al montaje de Joe Hutshing y Pietro Scalia (ganaron el Óscar, igual que la fotografía de Robert Richardson) y la maravillosa banda sonora de John Williams, alejado de las fanfarrias galácticas para crear temas de suspense, fúnebres, militares y envolventes, demostrando su versatilidad como el genio que es.
El reparto es tan épico como lo que se nos cuenta. Kevin Costner acababa de arrasar con Bailando con lobos por lo que su Jim Garrison se convierte casi en un emblema americano por su carisma (en realidad, el fiscal Garrison no era tan pulcro y, por ejemplo, a su testigo estrella le interrogó usando pentotal sódico). Hay que mencionar también la increíble metamorfosis de Gary Oldman, a quien no se le distingue de las imágenes reales de Lee Harvey Oswald. Sumemos a Tommy Lee Jones, Joe Pesci, Jack Lemmon, Sissy Spacek, Walter Matthau o… Donald Sutherland.

Sutherland sale un cuarto de hora y es de lo más recordado de la película. Una “simple” conversación densa y política y de quince minutos te mantiene atrapado porque el “señor X” revela que formaba parte del gobierno y que le apartaron de Dallas el día clave, que alguien se beneficiaba con esa muerte y que las cloacas del estado deben ser investigadas. La intensidad de la escena es brutal y el espectador asiste ojiplático, hable de Kennedy o de los reptilianos. Y de los segundos no tenemos película de Abraham Zapruder…
Porque la otra gran secuencia de la película es el discurso alegato final de Garrison, discurso, por cierto, que nunca dio en el juicio porque este fue desestimado en una hora. Stone lo tomó de varios textos del fiscal y, una vez más, nos da igual la realidad, importa el contenido. Costner se erige entonces en una de esas figuras de la ley tan míticas e icónicas de la cinematografía americana y expone la teoría de la bala mágica (esa que gira en el aire para herir a varias personas) con nitidez; se enciende al proyectar la famosa película de Zapruder con las imágenes de Kennedy recibiendo los disparos (“Atrás y a la izquierda. Atrás y a la izquierda. Atrás y a la izquierda”, repetirá describiendo el movimiento de cabeza del presidente cuando recibe la bala mortal… ¿desde detrás? ¿Es posible ese giro?); y llega a la guinda de la emoción (las lágrimas de Costner fueron reales y no estaban en el guion), cuando cita al anarquista americano Edward Abbey con aquello tan moderno de “Un patriota debe estar siempre dispuesto a defender su país contra su propio gobierno”. Esto ya no trata entonces de Kennedy, trata de la Verdad frente al poder y las manipulaciones o de la rebeldía contra el poder establecido. Lo dicho: moderna ayer, hoy y siempre.

Añadamos la derrota de Garrison en la causa contra Clay Shaw y el tono final es perfecto para todos quienes somos rebeldes, con o sin causa, o que admiramos a héroes caídos por su idealismo y que seguimos peleando por la verdad.
La película comienza con la frase: “El pasado es el prólogo”. Conozcamos nuestro pasado y nuestro presente para poder edificar un futuro y poder reconocer las mentiras de las verdades. “Blanco es negro y negro es blanco”, dice Costner mientras investiga a la CIA o al FBI. No hace falta irse tan lejos…