El Shanghái de Hollywood

Fotograma de "El embrujo de Shanghái" (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941)
photo_camera Fotograma de "El embrujo de Shanghái" (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941)

Tal vez algunos recuerden El embrujo de Shanghái (The Shanghai Gesture, Josef von Sternberg, 1941) por los ojos de Gene Tierney, por la chulería de Victor Mature o por el Shanghái de cartón piedra only in America. Pero que nadie olvide a la verdadera protagonista: Ona Munson como Mother Gin Sling o la Lady Dragon más sinuosa de la historia.

               Josef von Sternberg (1894—1969) ya había revolucionado el cine con sus siete películas junto a Marlene Dietrich, pero con el fracaso de El Diablo era mujer en 1935 se suele poner un punto y aparte en su trayectoria. Su predilección por la estética frente a las historias y sus enfrentamientos en los rodajes hicieron que en los 40 solo rodara un título y en los 50, tres. Sin embargo, su película de los 40 consigue evocar lo mejor de su filmografía y El embrujo de Shanghái (The Shanghai Gesture, 1941) se convierte así en un Sternberg mayor por su melancolía, aire decadente y sensación de final de una época.

               La historia viene de una obra de Broadway de John Colton que había intentado ser adaptada en muchas ocasiones, siempre con problemas de censura. En cualquier caso, el argumento es lo de menos: Mother Gin Sling dirige un casino (prostíbulo, en la obra original) en Shanghái y allí se dan cita un poeta que finge ser doctor; una joven adinerada que se hace ludópata y alcohólica; una corista americana; diversos chinos amenazadores; o, quien pretende cerrar el casino para hacer un negocio inmobiliario, el inglés Sir Guy Charteris. Sí, una fascinante macedonia multicultural y multirracial que pasa a segundo plano ante el primer protagonista: el casino.

               Los ecos de Casablanca atraviesan toda la película (ojo, que la obra de Curtiz se rodó después, por lo que a lo mejor la Warner recomendó al director echar un vistazo al aroma de Sternberg), pero que el casino de Shanghái recuerda al de Rick’s es evidente (juego, licores, camareros rusos, ¡hasta el croupier es el mismo actor!). Ese ambiente circular de humo denso, alcohol de todos los colores y vestidos exóticos que intentan disfrazar la corrupción de negocios subterráneos fascina al espectador desde que entra (“Los otros lugares parecen guarderías al lado de este. No pensé que existiera un lugar así salvo en mi imaginación”). Además, el peligro amarillo es atávico para todo occidental, por lo que intentar descifrar las sonrisas orientales es una fuente más de inquietante entretenimiento, mientras pierdes el dinero tan ricamente en la ruleta. Puro y delicioso vicio decadente.

               Gene Tierney interpreta a la joven que se corrompe en semejante ambiente (¡como para no!) y sus ojos son iluminados por Sternberg con esos primeros planos que regalaba a la Dietrich y que, aunque la película sea en blanco y negro, parecen mostrar un verde serpiente o esmeralda… a gusto del cinismo del espectador. El final de Poppy será melodramático y trascendental, pero no adelantemos acontecimientos.

               Junto a ella, Victor Mature aporta su habitual corpulencia pétrea en un personaje de lo más curioso. Se hace llamar Doctor Omar (“Doctor en nada. Suena importante y no hace daño a nadie… Al contrario que la mayoría de doctores”) y recita poemas siempre tocado con un fez (¡!). El caso es que parece un espectador cínico e indolente de la trama principal a la que adorna con sus poemas y cierto pasotismo de “me da igual todo porque ya estoy de vuelta del camino”.

               Pero la verdadera protagonista de la película y la presencia hechizante es Ona Munson como Mother Gin Sling. En el papel de su corta vida (y eso que fue Belle Watling en Lo que el viento se llevó), Ona se transfigura en oriental y crea la Dragon Lady o estereotipo racial de femme fatale oriental por antonomasia. Con unos ¿peinados? imposibles y un maquillaje de terror, Gin Sling mueve los hilos de todos los personajes que visitan su casino y trata de impedir el cierre del mismo, haciendo lo que haga falta… En una memorable cena para celebrar el Año Nuevo Chino reunirá al final de la película a todos los personajes principales y secundarios (gozada de secundarios que incluyen al chino polígamo o a la obesa e insoportable occidental) y allí se reverlarán los grandes secretos de la trama. Será entonces cuando Walter Huston como Guy Charteris tenga sus mejores escenas y descubra la respuesta a la última y terrible línea de la película: “¿Le gusta el Año Nuevo Chino?”.

               Y es que la gran diferencia de El embrujo de Shanghái con Casablanca es el romanticismo.  Todos sabemos cómo terminan Bogart y Bergman en el aeropuerto, pero en Shanghái no hay lugar para los sentimientos nobles o para la esperanza en la victoria. En Shanghái todos están perdidos o desesperados. No hay esperanza de salvación y no hay final feliz para ninguno de los personajes. La crueldad refinada es la que gana y esa muñequita sin cabeza que servía para ordenar a los comensales en la mesa resultaba ser una metáfora terrible de lo que nos esperaba.

               Tal vez El embrujo de Shanghái no llegue al mito de las siete películas Sternberg-Dietrich pero su aire de decadencia cansada, de fin de algo y de destino inexorable convierte este viaje al Oriente en una experiencia en la que perderse y no volver.

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