El subgénero del cine de atracos tiene ramificaciones en el wéstern o en el cine de espionaje, pero alcanza su cumbre encuadrado en el cine negro. Una de las obras maestras de este subgénero es, sin duda, Rififí (Du rififi chez les hommes, Jules Dassin, 1955), aunque su mítica escena del robo no debe eclipsar la brillantez del resto.
Tony le Stéphanois (gentilicio de Saint-Étienne) acaba de salir de la cárcel y se reúne con Jo el Sueco (como el Lancaster de Forajidos), Mario Ferrati y César le Milanais (el milanés) para atracar una joyería. Vemos planear metódicamente el golpe y su ejecución es perfecta, hasta que el destino, siempre implacable en el cine negro, hace acto de presencia y otros delincuentes rivales secuestran al hijo de Jo y piden a cambio el botín del robo.
Todo el mundo que recuerda la película guarda en la memoria la brillante escena del robo. Casi treinta minutos sin diálogos ni música, en los que la tensión se transmite por el obligado silencio de los atracadores, por los primeros planos con cada vez más sudor y por cada sonido que parece rasgar la noche y poner en peligro la operación. Alguien se apoya en un piano, un martillazo más alto de la cuenta o la rapidez en silenciar la alarma son momentos de tensión puramente cinematográfica en la inquietante nocturnidad del crimen (de hecho, Dassin eligió rodar siempre de noche o con el cielo nublado para subrayar la sensación de opresión y tenebrismo de la película).
Sin embargo, a pesar del alarde de esta escena, Rififí nos deja mucho más. Para empezar, Jean Servais está en el papel de su vida como le Stéphanois. Ya no es solo el delincuente que sale de la cárcel de vuelta de todo y sin futuro, sino que se retrata su brutal personalidad de forma genial. Primero, parece buscar la reinserción pues se niega a dar el golpe y busca a su antigua amante… que sabe que le traicionó y abandonó en cuanto le detuvieron. Una vez que encuentra a Mado (Marie Sabouret, prometedora actriz que moriría poco después), se revela el verdadero Tony pues la azota vilmente, la echa de su piso y, entonces sí, accede a dar el golpe pero con sus condiciones. Es decir, Tony se descubre a sí mismo y se da cuenta que no es que ya no tenga nada, sino que lo único que le queda es el crimen. Otra vez el clásico determinismo del noir.
Por si fuera poco, hay otra escena genial en la que los atracadores planean lo que van a hacer con su fortuna: Jo piensa en su familia; Mario, en viajar con su novia; César (interpretado, por cierto, por el propio Dassin), en “comprar” un marido a sus hermanas; y, Tony, simplemente ni se lo ha planteado. No tiene sueños. No tiene futuro. Es ya (¿solo?) un profesional que da el golpe porque es lo único que sabe hacer y lo único que aporta sentido a su vida.
Será César quien, otro feliz tópico, cegado por la avaricia del momento, coja una sortija de más para regalársela a una amante de más. Los gánsteres rivales seguirán la pista y llegará la sangre y la muerte, no necesariamente de forma estilizada o épica, sino sucia y antiheroica, como corresponde. Antes, la mujer de Jo nos dejará un diálogo memorable, que también los hay. Han secuestrado a su hijo y desde la cama tendrá fuerza para echar en cara a su marido: “Hay muchos que nacen en la pobreza y no se convierten en delincuentes o tipos duros. Ya sabes lo que pienso: ellos son los duros de verdad”.
Los ingredientes que faltan son igual de perfectos: ambientación ideal en forma de salas de fiesta de segunda (con número musical incluido y sombras chinescas de escaso gusto, como el local, claro), hogares humildes (esos juguetes que se tornan grotescos) y pensiones desgarradas como los personajes. Vestuario sugerente hasta lo obsceno en ellas (las perlas y el abrigo de piel o las transparencias) o elegancia venida a menos en ellos (corbatas fuera de lugar y trajes a rayas… italianas). La ciudad, el juego (¡una timba con todos con sombrero!), los coches y hasta la drogadicción contribuyen a crear un ambiente único, lleno de imágenes y sensaciones del mundo del crimen no por conocidas menos efectivas.
Puede que alguno crea que lo que vemos en Rififí ya lo tiene muy visto. No lo estaba en 1955 y, lo que vino después (imitaciones y homenajes constantes), deja clara la repercusión de esta pionera. Seguro que muchos delincuentes que conocen el “método rififí” no saben de dónde viene la expresión ni la idea. Ojalá vieran la película. Y aprendieran la lección.