En De repente (Suddenly, Lewis Allen, 1954) tenemos a Frank Sinatra como psicópata, apaleando niños y queriendo matar al presidente de Estados Unidos. Si todavía no se han convencido, añadan a Sterling Hayden y un retrato radiográfico de las virtudes y las taras de la América de los cincuenta y acompáñennos en este viaje en el tiempo.
Sinatra acababa de rodar De aquí a la eternidad, por la que ganó su único Óscar con su simpático y tópico soldado Angelo Maggio. Es fácil pensar que, tras papeles en comedias musicales o haciendo de italiano gracioso, Frankie quería cambiar totalmente de personaje y mostrar que podía ser capaz de más registros. El John Baron de De repente (Suddenly, Lewis Allen, 1954) es, desde luego, un Sinatra insólito que perfilaba ya lo interesantísima que iba a ser su carrera como actor, a veces eclipsada por sus canciones, pero que contiene títulos tan maduros y valientes como El hombre del brazo de oro o El detective, sin salirnos de esta misma sección de el taquígrafo.
El pueblo de Suddenly (traducido como “De repente”) es justo lo contrario de lo que su nombre sugiere pues supone una perfecta radiografía de la, en teoría, tranquila América rural de los cincuenta. Una madre (Nancy Gates) que vive con su hijo y su suegro (James Gleason) (el marido murió en la guerra); el policía que trata de conquistarla, aunque sea acompañándola a misa; poblaciones en las que todos se conocen por el nombre y con pocos turistas casi siempre de paso; los grandes coches, las casas unifamiliares o, incluso, la llegada de los aparatos de televisión… Todo ello parece evocar la ideal América de Norman Rockwell a la que David Lynch le gusta referenciar, para subvertirla por completo y mostrar las miserias que se esconden bajo la alfombra. En De repente no llegamos a esos geniales extremos lynchianos, pero sí que la llegada del drama sacará a la luz interesantes esqueletos en el armario.

Tres gánsteres, con Sinatra a la cabeza, irrumpen en la casa de la viuda, el niño y el abuelo, porque se han enterado de que el presidente de los Estados Unidos no solo va a pasar por el pueblo en tren, sino que se va a detener en la estación que puede verse desde esa casa… sitio ideal para matarlo a tiros. La crudeza profética del asunto cobra más fuerza cuando recordamos lo que le pasó a Kennedy casi una década después con un rifle y una posición parecida. De hecho, se dijo que Sinatra trató de “esconder” la película cuando pasó aquello o que el propio Lee Harvey Oswald la había visto… Probablemente todo sea parte de la leyenda Kennedy, pero está claro que, si alguien no la ha visto, De repente adquiere súbitamente más atractivos inesperados.
El policía (Sterling Hayden) queda atrapado en la casa del horror y es herido, por lo que las víctimas están perfectamente equilibradas para representar a América, más todavía cuando llega el técnico de la televisión y también es retenido (ancianos, mujeres, niños, policías y trabajadores salvando al líder del mundo libre, casi nada). Frente a ellos, Sinatra y sus compinches, tan oscuros como prescindibles. Será el personaje de Frank quien devore la película, gracias también a los diálogos con Hayden. Ambos estuvieron en la guerra, pero John Baron era bueno matando, se le daba bien y disfrutaba. Su mirada gélida no deja lugar a la duda, es un psicópata que pude matar a cualquiera que se mueva. El bofetón al niño es tan inesperado como contundente, pero redondea el carácter de Baron desde el principio.

Uno de los temas de la película es el de las armas y su peligro. A la madre no le gusta que su hijo juegue con armas porque su marido murió en la guerra. El amigo policía, claro está, comprende su uso y hasta se atreve a decirle a la madre que está sobreprotegiendo a su hijo y que eso no es la vida real… Al final, ya suponemos que a Baron no se le controla con una cuchara por lo que el mensaje es tan obvio como complejo: las armas son buenas si las usa quien debe. Este tópico mensaje americano, sin embargo, se contradice (tal vez de forma involuntaria) con lo que Baron ha dicho antes: “Cuando uno tiene un arma es como si fuera un dios. Si usted tuviera el arma entonces usted sería un dios”. Es decir, dependiendo de quién tenga el hierro, ese será el que mande, el que corte el bacalao o el que escriba la historia. América en estado puro… y hasta hoy.
Otra interesante cuestión que trata (bueno, o no) la película es quién contrata a los gánsteres. No se dice pero se intuye el fantasma comunista, aunque hasta Sinatra parece distanciarse pues es un simple asesino a sueldo sin sentimientos (“Me los extirparon los expertos”). Con ironía comenta que los anteriores magnicidas eran torpes y que a él no le van a pillar, aunque reconoce lo absurdo de la acción y parece reírse de sus contratantes: “Hoy a las cinco mato al presidente. Un segundo después ya hay otro presidente. ¿Qué cambia? ¡Nada!”. Cinismo apolítico que no deja tampoco de transmitir su nihilista mensaje para quien quiera entenderlo.
El director Lewis Allen (este sería su título más destacable, pues después se volcaría en la televisión) consigue crear claustrofobia y tensión en la casa (y no, no viene de una obra de teatro), más que por diálogos algo ingenuos o por dudar de cómo se va a resolver (se nos avisa pronto de que hay una pistola en un cajón), por el personaje de Baron y su imprevisible gatillo fácil. Hay varios muertos en la película y no son solo de los malos. También debemos a Allen un plano subjetivo en el que Sinatra habla a la cámara y que consigue helar al espectador.
Es verdad que rascando un poco veremos inconsistencias en el guion (cómo sabían los malos que el presidente iba a parar en Suddenly, la furgoneta del electricista parece desaparecer…) pero su brevedad (ochenta minutos) y su sencillez hacen que De repente se convierta en una entretenidísima peliculita para pasar un buen-mal rato. Y disfrutar de Sinatra, por supuesto.