Solo la pasión nos salva de la derrota

El buscavidas, la otra gran historia americana es la historia del perdedor y de su redención… como decía Sarah, tal vez nunca seamos perdedores del todo si mantenemos una pasión

Supongo que, a estas alturas de cinefilia, todo el mundo sabe que El buscavidas (The Hustler, Robert Rossen, 1961) no trata de billar o de deporte, sino que, como cualquier gran película, trasciende la anécdota argumental para convertirse en una aportación más al inagotable tema de la “condición humana” y sus lecturas: vamos, lo que todos entendemos como un peliculón.

Basada en la novela de Walter Tevis (quien, entre otras, también escribió Gambito de Dama, otra reflexión sobre la obsesión, el juego y los perdedores o ganadores), la película arranca con media hora de billar, por si alguien lo fuera a echar de menos. Tras una escena precréditos, poco habitual por entonces (Bond no llegaría hasta el año siguiente), Eddie “Relámpago” Felson (espectacular Paul Newman) se mete en unos billares para vencer al Gordo de Minnesota (Jackie Gleason, como nunca) jugando 25 horas seguidas. Tal cual.

el buscavidas

Antes de la partida ya percibimos el ingenuo apasionamiento de Eddie, frente a la fría profesionalidad del Gordo y su impecable traje, corbata, chaleco y sello en el dedo (“¿Has visto cómo se mueve? Parece un bailarín. Parece que está tocando el violín”). Pero, más importante, también se nos señalan dos metáforas que van a ser clave en la película. Al bajar las escaleras a la oscura sala (no hace falta explicar ese descenso), a Eddie le brillan los ojos acariciando el tapete y comenta el silencio místico del lugar: “¡Parece una iglesia!”. Su amigo, más crudo, sentencia: “A mí me parece una morgue. Y las mesas de billar son las mesas donde ponen los fiambres…”.

En ese viaje infernal que emprende Eddie en busca de su fracaso, caída y redención, será acompañado por el Lucifer de turno que no es el Gordo, finalmente, otro cobarde perdedor, sino Bert Gordon, un George C. Scott que completa un trío protagonista memorable. Si Newman es la arrogancia juvenil y Gleason, la perfecta profesionalidad, Scott crea un personaje retorcido a quien solo le interesa Eddie porque es un perdedor y lo puede manejar si “trabaja” para él. Gordon presencia la derrota contra el Gordo y convence a Eddie de que lo tiene todo para ser el mejor, solo le faltan carácter y temperamento… y él puede ayudarle a conseguirlos.

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Llega entonces una pausa en el billar y, en una serie de escenas llenas de realismo americano (casi nos metemos en un cuadro de Edward Hopper en esa estación llena de silencios e historias por contar), Eddie conoce a Sarah (Piper Laurie), quien le abre las puertas de su casa para compartir su soledad. Ella se atreverá a declarar su amor, pero Eddie hace un discurso memorable sobre su pasión y sobre cómo siente el taco de billar como una extensión natural. Nada le hace sentir como eso, aunque Bert le haya dicho que ha nacido para perder. Ante esa pasión, Sarah nos recuerda la única verdad: nadie que sea capaz de apasionarse será nunca un perdedor.

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Eddie seguirá estafando a incautos, fingiéndose borracho o mal jugador, para barrerlos a continuación… con dos serios puntos de inflexión. Uno le costará que le rompan los pulgares. El otro le costará mucho más. Si traemos El buscavidas a esta sección para morirse de cine es porque es cine negro. Un cine negro que no tiene por qué incluir armas de fuego (aquí hay tacos de billar), pero sí sombras, denuncia social, mundos sórdidos, delincuencia y… muerte. Sin revelar nada, diremos que Eddie se enfrentará a sus fantasmas en la partida definitiva contra el Gordo, con su ya enemigo Bert Gordon como espectador: “Dime, Bert, ¿cómo puedo perder? Estabas en lo cierto: no es suficiente con tener talento, hay que tener carácter también. Estoy seguro de que ahora tengo carácter. Lo encontré en una habitación de hotel de Louisville."

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Y si hay que subrayar algo, aparte de las interpretaciones, en este drama de interiores es la iluminación de esos interiores. Eugen Schüfftan había trabajado con Fritz Lang en Los Nibelungos o en Metrópolis, por lo que ya traía la matrícula de honor del expresionismo en la cartera. En El buscavidas ya no es solo el trabajo de iluminación de las partidas (cada una parece diferente) entre el humo y el alcohol, sino que Schüfftan hace maravillas para destacar el vaso de leche que bebe Bert Gordon (“solo cuando trabaja”, excelente detalle de su personalidad) o para que cuando se suba la cortina y veamos la luz solar tras 25 horas jugando, todos digamos como el Gordo: ¡Baja eso que preferimos las sombras…!

El jazz agresivo termina por completar este fresco del reverso de la América de Camelot de los 50 y primeros 60. La otra gran historia americana es la historia del perdedor y de su redención… si es que es tal el final de Eddie. Como decía Sarah, tal vez nunca seamos perdedores del todo si mantenemos una pasión. La del cine, por ejemplo. “Gordo, has jugado de maravilla.” “Tú también, Relámpago”.

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