“Si fue un asesinato, ¿dónde está el cadáver?”, “Si es solo un juego, ¿por qué hay sangre?”, son dos de las oraciones promocionales con las que se anunciaba La huella (Sleuth, Joseph Leo Mankiewicz, 1972), proponiendo ya desde el cartel los interrogantes que el espectador tendrá que resolver y advirtiendo de no llegar tarde para no perderse ninguna sorpresa…
Basada en la obra teatral del inglés Anthony Shaffer, La huella plantea un duelo interpretativo entre un marido cornudo, el escritor de novela policiaca Andrew Wyke, y el amante de su mujer, el joven peluquero Milo Tindle. Las primeras sorpresas no tardan en aparecer cuando Wyke pregunta de sopetón a su invitado: “Así que quiere casarse con mi mujer”, o, dando una vuelta al asunto, cuando plantea al aparente pardillo que finja robar unas joyas para que él cobre el seguro y Milo ¡mantenga feliz a su esposa con ellas y no se la devuelva!
Ese cinismo inglés sobrevuela la obra y es clave en el personaje de Wyke. Distinguido y típico sportsman British por todos los lados, que encuentra a su intérprete ideal en Laurence Olivier. La elegancia y la madurez de Olivier aportan el toque justo para un personaje obsesionado con sus juguetes autómatas y otros juegos de mesa. De hecho, la primera vez que le vemos está en medio de su jardín en forma de laberinto, como obvia metáfora de lo que nos espera… o le espera al pobre Milo.
Y nadie mejor que Michael Caine para contrastar con Olivier. Caine aporta su porte lúdico y más callejero (a pesar de esa impecable pero forzada blazer del principio) a un Milo que dice tener ascendencia italiana, por lo que trata de subrayar su aura de latin lover (recordemos su anterior Alfie).
En tres canónicos actos la historia se desarrolla como un juego constante, si no fuera porque las bromas se van volviendo cada vez más pesadas. Sin revelar nada, diremos que cada acto termina con una sorpresa contundente que parece el final de la película, pero uno mira el reloj y dice ¡no puede ser! porque todavía queda mucha tela que cortar o crimen que resolver… si es que hay algún crimen.
¿Cómo se lleva al cine una obra de teatro redonda? Si empezamos por lo más visual y decorativo, hay que rendirse ante la mansión de Andrew Wyke. Diseñada por el genio alemán Ken Adam (el de Goldfinger, ¿Telefóno rojo?, La espía que me amó, Barry Lindon…) junto a Peter Lamont (también en la siempre monumental serie Bond y Óscar por Titanic), la casa es la típica mansión británica con amplios salones, techos infinitos, escaleras siniestras, bodegas con secretos y ese maravilloso laberinto en el jardín que abre la película. Añadamos a ello los muñecos de Wyke que interactúan con ironía con los personajes, como el marinero que ríe, la muñeca de porcelana o el acróbata que se mueve, tan ingeniosos como inquietantes. Más todavía, las paredes se completan con guiños como el retrato de la mujer de Wyke, casi como pieza de caza por la que discuten los protagonistas, o retratos de otras personas como el de Agatha Christie y el busto de Edgar Allan Poe, mirando desde su repisa como si fuera su célebre cuervo. Toda esta caótica reunión de elementos es reflejo de la mente retorcida de Wyke y es una maravillosa demostración de cómo un decorado puede contribuir a la narración.
Pero Mankiewicz no era precisamente novato. De hecho, esta fue su última película, tras regalarnos títulos como Eva al desnudo, Ellos y ellas, De repente, el último verano o Mujeres en Venecia, por citar solo algunas películas con ecos evidentemente teatrales como los de La huella. La tentación del mal director sería dejar la cámara quieta delante de dos genios como Olivier y Caine y disfrutar, pero Mankiewicz va puntuando las sorpresas de guion con habilidad e introduce diversos primeros planos de los autómatas o del busto de Poe, que se convierten en espectadores del drama con la mejor butaca: justo como nosotros en nuestro sofá.
El tono cómico y burlesco, además, se complementa con una mirada social ante el elitista y racista Wyke, que mira por encima del hombro al italiano pobretón, quien se verá obligado a contraatacar. No olvidemos las estupendas metáforas de dónde está la caja fuerte (en otro juego); el disfraz que escoge Milo para el “robo” (un payaso, más terrible que divertido); o ese inspector lleno de guiños y sorpresas.
La huella parece una broma o un juego superficial, pero se convierte en un crimen. Igualmente, sería un crimen pensar que la película es solo un divertimento (¡como si eso fuera poco!) y dejáramos pasar por alto su recital interpretativo, su envoltorio de puro cine o sus lecturas más profundas. “Jueguen” a ver esta película y les garantizo que saldrán ganando.