A mí me puede la cinefilia, la nostalgia y, a lo mejor, el romanticismo incurable que intento ocultar sin demasiado éxito. Pero, no lo nieguen, todos ustedes que han visto Casablanca (Michael Curtiz, 1942), que han paseado por su zoco de cartón piedra, que se han tapado con la manta al volver al aeropuerto final, pensando en lo que se viene, y que empiezan a saberse ya (o se los saben enteros, como yo mismo) los diálogos de la película, confiesen, todos ustedes vuelven cotidianamente al Rick’s a pasear entre sus mesas, a respirar el humo de mezclas árabes, a tararear las canciones de Sam y a vivir vicariamente las mayores y mejores aventuras del mundo.
Pasamos por la primera mesa y nos encontramos con Ugarte (Peter Lorre). No es fácil que te salude, salvo que crea que puede sacar algún beneficio. Su mirada y pose de comadreja transmiten que vendería a su madre por dinero, si es que no lo ha hecho ya. Eso sí, el tipo no puede ir más elegante con ese esmoquin blanco que recuerda al mismísimo Rick, a quien persigue servilmente… sin duda, buscando algo.
Una mesas más allá está el gordo Ferrari (Sydney Greenstreet). Es raro ver a Ferrari fuera de El loro azul, el otro garito de moda en Casablanca y que él regenta. Sin embargo, el propio Ferrari lo reconocería: su loro azul es más pintoresco y “africano”, mientras que el Rick’s tiene algo diferente que lo hace más “internacional”, más misterioso, más elegante y sibarita. Parece claro que Ferrari vuelve al Rick’s a tomar apuntes, a ver si levanta su café. Hasta hay rumores de que le ha pedido al propio Rick que le “venda” a Sam. ¡Qué ingenuidad! No debe de saber que se conocen desde los tiempos de París y antes. No, Rick no compra ni vende seres humanos.
Si tienes suerte, nunca mejor dicho, Rick te podrá dar acceso al casino privado de su local. Habitualmente con un simple gesto de asentimiento dirigido al portero. Eso ya es mucho, viniendo de Rick: nunca bebe con los clientes. En el casino, si prestas atención, verás a la gente jugar a la ruleta en busca del dinero para salir a Lisboa y, de allí, a Estados Unidos: la huida soñada de un mundo que se derrumba (ya se sabe, el peor momento para enamorarse). Pero no recomiendo jugar demasiado: el croupier (Marcel Dalio) hace extraños gestos bajo la mesa cuando Rick le mira y se cuenta que alguna vez ha favorecido a alguna amistad del dueño. ¡Qué escándalo! (“¿Ha jugado usted al veintidós?”).
Y es que muchos se preguntan cómo se permite ese local de juego en Casablanca. La respuesta está en el prefecto de policía. El simpático canalla Louis Renault (Claude Rains) bebe gratis, consigue “amiguitas” y presume de “amistad” con Rick, aunque verlos juntos es como agua y aceite, bueno, como agua y arena del desierto. Renault es un cínico divertido que se mueve por intereses y va a donde más caliente el sol (igual por eso llegó a Marruecos). Eso sí, cuando llegan los nazis se cuadra como el que más y muestra una actitud de colegueo que no encaja con la marcialidad germana y con su forma de ser. No, no le cae nada bien el mayor Strasser (Conrad Veidt) y seguro que su relación no termina bien.
Sigamos paseando por Rick’s, cantando las canciones del bueno de Sam (Dooley Wilson), quien, ahora sí, parece ser uno de los pocos que realmente conoce a Rick pues vino con él desde París… ¿Y en esa mesa? Victor e Ilsa Laszlo (Paul Henreid e Ingrid Bergman): nada menos que el conocido héroe de la resistencia, tan impecable como cargantemente perfecto y su bellísima acompañante, cuyo rostro brilla cada vez que respira. Al entrar, su mirada se ha cruzado con la de Sam y ambas han descarrilado. ¿Vendrá de su pasado? ¿Conocerá también a Rick?
Y es que nuestro paseo nos lleva hasta el dueño del café. Rick Blaine (Humphrey Bogart) no va a beber con nosotros y paseará por la terraza exterior, por el casino, por el piso superior, donde está la caja, o se acercará al piano de Sam para ¿hablar? con su amigo. Rick es un misterio de cinismo y descreimiento; de elegancia y de peligro; de atractivo y de dureza. Parece mentira que con un dueño así el café triunfe, pero seguro que él lo tendría claro: si no te gustan mis modales, lárgate a El loro azul. “Yo no me juego el cuello por nadie”… o eso suele repetir.
Entre las mesas del Rick’s oiremos hablar de contrabando, trapicheos, resistencia y sueños. Todo ello repleto de humo y alcohol (vemos beber champán, cointreau, whisky, coñac, cóctel de champán… En efecto, las borracheras de Casablanca son tan cosmopolitas como el ambiente). Sin olvidar la elegancia del vestuario, las sugerentes sombras y el juego con las luces, la adecuada música con piano, guitarra o de la banda sonora. Porque, finalmente, recordamos que estamos en una película, pero no nos gustaría salir de ella y de su romance perdido que se vuelve a recuperar para perderse definitivamente. De su aventura de espionaje y tiros épicos. De su sentido del humor lleno de líneas memorables.
Todo el mundo vuelve al Rick’s porque amamos el cine y lo que significa. Porque volver al Rick’s es como la Navidad: una alegría melancólica que nos hace reír, llorar o todo a la vez. Siempre nos quedará Casablanca. La mejor película de la historia del cine.