Aunque el cine negro tiene ese conocido trasfondo de pesimismo y desesperación nihilista, de vez en cuando conviene rescatar también algún título que nos reconcilie con el ser humano e ilumine esta columna cinéfila. La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006) es una de esas películas dura, sobria y fría, pero que termina por no solo ser buena, sino por plantar la semilla de la bondad en el espectador.
Fue el sorprendente estreno como guionista y director de Florian Henckel von Donnersmarck, quien desde entonces ha dirigido poco más y nunca ha estado a la altura de esta pequeña maravilla. Pequeña porque la sobriedad de la película y su tono gris parecen transmitir falta de recursos, pero que también casan perfectamente con el argumento y con el protagonista. Gerd Wiesler es un espía de la Stasi en la Alemania Oriental de los años ochenta. La primera vez que le vemos está dando clase a futuros ¿espías?, ¿agentes?, y lo hace con una grabación de un interrogatorio en el que explica cómo doblegó a la víctima traspasando cualquier límite humano, sirviendo al Partido, claro está. La fría cotidianeidad de la escena resulta terrorífica, más todavía, cuando un alumno apela a cierta humanidad y Wiesler anota discretamente una marca junto a su nombre en sus papeles, con todo lo que ello podría significar.
Está claro que ese personaje necesitaba un gran actor y Ulrich Mühe hace el papel de su vida. Había estado en Funny Games y en mucha televisión alemana, pero precisamente su elección es brillante porque no es un rostro conocido y su físico es el de cualquier rutinario funcionario que pasa desapercibido. La sensación de opresión de la Alemania Oriental la transmite el propio Mühe, pues no le vemos nunca sonreír… hasta el plano final. (Significativamente el propio actor había sido investigado en el pasado por la Stasi y, preguntado por su preparación para crear al personaje, contestó: “Solo tuve que recordar”).
A Wiesler le asignan investigar con escuchas a un autor teatral (Sebastian Koch) y a su actriz amante (Martina Gedeck). Con precisión quirúrgica, Wiesler y su equipo llenan la casa de micrófonos y él se aloja en la azotea de la casa para empezar a escuchar la vida de otros. Toda esta parte es claramente detectivesca y la hemos visto en más títulos, si no fuera porque en este caso el guion nos identifica con el “villano”, con quien se mete de forma inmoral y deleznable en la cabeza de los demás por si no piensan como manda el Papá Estado… Pronto descubrirá que un ministro se ha encaprichado de la actriz y que, tal vez por ello, se ha iniciado la investigación. El siempre eficaz Wiesler, tras veinte años de sumisión al régimen socialista, empezará a empatizar con la pareja, en contraste con su solitaria vida.
La película nos muestra la monotonía vital del agente cuyo único momento de diversión parece ser la visita a su casa de una prostituta que se va rápidamente tras hacer su trabajo, a pesar de que él le pida que se quede un poco más. La mirada de Mühe es tan genial como desoladora y la escena es bien descriptiva de cómo es su vida frente a la pasión amorosa real de la pareja a quien espía.
Como es de prever, en la casa empezarán a aparecer “enemigos del pueblo” y una máquina de escribir será clave, ya que con ella se escribirá un artículo revelando la elevada tasa de suicidios en el “paraíso” de la Alemania Oriental y se publicará en el Der Spiegel del otro lado del muro. Al agente le apretarán para que cuente lo que sabe y empezarán los registros. Evidentemente, Wiesel sabe perfectamente dónde se esconde la máquina y cómo se ha gestado todo, pero tendrá que elegir entre el “Partido”, que le ha dado ese miserable y ruin trabajo durante veinte años, o su recién hallada “familia”, que nunca ha oído hablar de él, pero con quien ha empatizado a través de las paredes más que con nadie en su vida (ha robado un libro de Brecht y ha leído sus versos; ha escuchado tocar una emocionante Sonata para un hombre bueno… Le han cambiado sin saberlo. Y para bien). Sin la aparatosidad de Spielberg y su famosa lista, aquí también se cumplirá el “Quien salva una vida, salva al mundo entero” del Talmud.
Habrá drama y muerte, pero también un último acto maravilloso. El muro cae y los ciudadanos tendrán derecho a saber cómo trabajaba la Stasi y cómo les espiaba. El dramaturgo entonces descubrirá lo que pasó y hasta el nombre del agente que le espió. Dos escenas finales son memorables. La mirada a Wiesler desde el coche, sin saber qué decirle. Y la escena de la librería, que no revelaremos.
Lo mágico de la película queda claro que es el personaje de Wiesler y su metamorfosis. Ya hemos hecho referencia a su descubrimiento del arte y cómo le conmoverá la poesía y la música, que nunca había percibido de esa manera tan íntima. Ahora bien, otra escena fantástica describe este cambio de manera sutil. En un ascensor coincide con un niño y este le pregunta si de verdad es un agente de la Stasi. Metódicamente, él le contesta si sabe lo que es eso. El niño, ingenuamente, le dice que su padre cuenta que son gente mala que meten a las personas en la cárcel… “Ya veo. ¿Cómo se llama tu…?” Wiesler va a seguir el procedimiento y a anotar otro nombre más para la lista negra, pero se detiene a tiempo frente a la inocencia. Su mirada se congela y no es capaz de seguir: ha muerto el funcionario del horror, ha nacido el ser humano.
Espionaje, crimen y miserias en una película en la que triunfa la humanidad anónima y puntual. Esa que debemos y podemos llevar a cabo todos los días.