Orson Welles era un genio. Como tal ha pasado a la historia, pero no olvidemos que sus películas fracasaban en taquilla, sus rodajes eran caóticos, sus presupuestos se disparaban y muchos de sus proyectos nunca salieron adelante. Supongo que todo ello forma parte de esa genialidad citada y, afortunadamente, lo mejor de sus películas no tan buenas es que siempre hay un detalle, una escena, un diálogo o una imagen, por completo inolvidable y grabada a fuego en nuestras retinas.
La dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, 1947) es difícil de resumir. Su productor, el mandamás de Columbia, Harry Cohn, ofreció mil dólares a quien pudiera explicarle el argumento la primera vez que la vio. Sumemos a ello un rodaje caro entre México y California (calor infernal e insectos); que Welles cambiaba de localizaciones cada día; que reescribía el guion cuando le apetecía; o, la mayor controversia, que decidió cortar el pelo y teñir de rubio a su entonces todavía esposa, Rita Hayworth, ¡a la que todos querían ver su melena roja! y la sensación es que todo ello solo podría propiciar un desastre absoluto.
Pero ahí entra en juego el genio. El planteamiento es impecable y con ecos románticos. El marinero Michael O’Hara (Orson) conoce a la bella Elsa (Rita) en un carruaje en Central Park y la rescata de unos maleantes. Ella se insinúa y pretende contratarlo para un viaje en yate que hará con su marido, cruzando el canal desde Nueva York hasta San Francisco (el yate era el Zaca de Errol Flynn que cobró, y bien, por dejarlo y el que sale es ¡su perro!). A pesar de que O’Hara no es tonto y lo ve venir (“Personalmente, no me gusta que mis novias estén casadas: si engañan al marido, también pueden engañarme a mí”), termina embarcándose. El marido es el abogado Arthur Bannister (brillante Everett Sloane), quien pronto dejará claro que su matrimonio es una farsa ya que Elsa está con él por puro chantaje (“algo” ilegal hizo ella en el pasado que Bannister guarda y que nunca sabremos: la imaginación del espectador, a cien). Se une a este peculiar crucero el mugroso socio de Bannister en su firma, George Grisby, y un detective privado contratado por el marido para seguir a Elsa, Sidney Broome. El ambiente, claro, es una delicia…
Los elementos de cine negro están ahí, pero esto es un Welles, por lo que el juego acaba de comenzar y quedan muchos trucos por ver. Primero, México y su tórrido ambiente hacen que Welles cuente una de esas fábulas que tanto le gustan y que describen a los personajes: una vez O’Hara vio tiburones que se volvían locos con su propia sangre y su voracidad… El final está servido.
En efecto, hay un crimen (bueno, dos, Grisby y Broome, aunque uno imprevisto) y el muerto se lo cargan a O’Hara. Probablemente la parte del juicio sea la más floja y en la que Welles tiene menos margen de maniobra. Con un tono de burla y de comedia (brillante plano con Elsa y su marido fumando en el pasillo bajo las señales de prohibido fumar), se suceden las declaraciones y el cerco se cierra sobre el protagonista, ante la pasividad de Elsa y la defensa más bien tibia de Bannister. Pero, incluso en este bache narrativo, la película nos regala un momento memorable que es la mirada de Rita Hayworth a las pastillas de Bannister sobre la mesa, cuando un desesperado O’Hara está a punto de oír su sentencia y trata de suicidarse arrojándose sobre ellas. Sí, es ella la que maneja al marinero con su vista. ¡Y eso que no era pelirroja!
Y llegamos a lo más recordado de La dama de Shanghái (con permiso de la siniestra escena de sombras del acuario). El final en San Francisco permite a Welles tocar sus temas predilectos: la magia, el misterio, lo exótico, el crimen… Y, naturalmente, una puesta en escena barroca y retorcida en la que quería rendir homenaje al expresionismo y a Caligari. Nada menos que en un teatro de Chinatown (¿estaría JJ. Gittes por ahí persiguiendo a otra rubia?) se refugian en su huida Elsa y O’Hara (teatro de máscaras, como el que ellos representan toda la película), para seguir escapando a una feria abandonada. Entre delirantes toboganes y muñecos, de nuevo metáforas del viaje del protagonista, terminamos en la sala de los espejos. Sí, Elsa lo había planeado todo para matar a su marido, pero ahora ya nos da igual. Lo visual y el espectáculo han ganado y, como ocurre con otros grandes títulos del cine negro, al final no nos importa tanto quién mató a quién, sino cómo se va a resolver el asunto. Y vaya cómo se resuelve.
La escena de los espejos ha influenciado a títulos de Bruce Lee (Operación Dragón) o de Woody Allen (Misterioso asesinato en Manhattan), para que se hagan una delirante idea de su calidad e importancia. Las múltiples caras que todos tenemos se multiplican, pero los disparos terminan por acertar. De forma cruel y casi despiadada, Welles parece ajustar cuentas con Rita Hayworth (insisto, entonces esposa, pero por poco tiempo), con un plano final demoledor y agónico: “Dale recuerdos al amanecer de mi parte”…
Lo dicho: La dama de Shanghái no es perfecta, ni falta que le hace, pero un poco de Welles es mucho y vale por toda la cartelera actual. Como quería llamar Garci a su nuevo programa Classics: ¡Qué grande era el cine!