El cinismo de este siglo parecía condenar películas como El hijo de la novia (2001) o El mismo amor, la misma lluvia (1999), por lo que, cuando Juan José Campanella estrenó El secreto de sus ojos (2009), algunos pensaron que era su primera gran obra por ser “seria” y “solemne”, como si lo sensible y sincero o el amor filial no fueran dignos de veneración y reivindicación. Ay, si John Ford levantara la cabeza…
El caso es que El secreto de sus ojos es una brillante pieza de cine criminal, de investigación, con historia de amor y ecos políticos: como toda gran película, es muchas películas. Benjamín está jubilado y pretende escribir una novela sobre el caso Morales, ocurrido veinticinco años atrás. Saltando adelante y atrás en el tiempo, descubrimos que una mujer fue violada y asesinada, pero el asesino escapó y su captura no fue satisfactoria ni para la sociedad ni para nadie. La investigación y el caso es lo de menos. De hecho, poco sabemos de Benjamín o de por qué se obsesiona con este crimen, tal vez, por la crudeza del cadáver desnudo que le toca contemplar como representante del Juzgado. Lo importante, para empezar, son los intérpretes.
Ricardo Darín borda una vez más al argentino desencantado cuyos ojos cuentan derrotas de todos los colores. Soledad Villamil (también con él en El mismo amor, la misma lluvia) es Irene, su superior en los juzgados, con quien estableció una cercana relación en el pasado pero que nunca llegaron a saber verbalizar. Y es que uno de los temas de la película es el lenguaje y sus manifestaciones, simbolizado muy acertadamente en una máquina de escribir Olivetti a la que siempre se le trababa la “a”. Incapaz, por tanto, de conjugar el verbo “amar”.
A Benjamín también se le traban las teclas cuando tiene que hablar con Irene y envidia a su veterano amigo Sandoval (Guillermo Francella), quien siempre tiene el piropo adecuado porque, como él mismo dice, él no está enamorado de ella. Con otro elegante detalle, Campanella subraya los silencios de Benjamín que se despierta en la noche y escribe “Temo”, para descubrir un tiempo después que a él también le faltaba la “a” para escribir “Teamo”…
Pero no son los únicos silencios de la película porque los ojos del título son también los del joven viudo. Pablo Rago interpreta a un Morales destruido para siempre por un día que ya no podrá sacar de su cabeza. Como vemos con tantas personas reales, que han vivido tragedias semejantes, ya no ha ocurrido ni ocurrirá nada más en tu vida. Es el día de la muerte una y otra vez. Ante la inutilidad y pasividad de la policía, Benjamín se encuentra un día con él en una estación y Morales le cuenta que, cada día, cuando sale de trabajar, va a una estación distinta para encontrar al sospechoso. Por si apareciera. Porque esa es ahora su “vida”. A la que sumar, encima, la terrible amenaza del olvido (“Ya no sé si es un recuerdo o el recuerdo de un recuerdo lo que me va quedando”). Demoledor y tristemente real.
Y el asesino caerá, de forma bastante ingenua y fantasiosa, pero es que eso no es lo importante. Lo importante serán dos “cómos”. El primero es la pista que han dejado unas cartas del criminal con una serie de nombres propios que parecen no significar nada. Sin embargo, ah, la magia de la calle y de la cultura popular, Sandoval tiene un amigo que descubre en todos esos nombres a jugadores del Racing Club del pasado, por lo que la pista está en el campo de fútbol. Sí, claro, si fueran Basora, César, Kubala, Moreno y Manchón sería muy fácil, pero si les digo Vallejo, Miche y Rabadán, a ver cuántos reconocen a las figuras del, ay, único año de la Cultural Leonesa en Primera División. Fútbol como cultura salvadora, tema no casual, pues la novela original en la que se basa El secreto de sus ojos es de Eduardo Sacheri, autor de Me van a tener que disculpar o El cuadro de Raulito, dos de los mejores cuentos de fútbol de la historia, con permiso de 19 de diciembre de 1971 del gran Roberto Fontanarrosa (otro argentino).
Y, aunque Sacheri es fanático de Independiente, la película nos lleva a la cancha de Huracán a buscar lo imposible con el otro “cómo”: atrapar al criminal. Para convencernos del milagro, Campanella rueda un memorable plano secuencia con el que el cómo eclipsa totalmente el qué y pasamos del cielo nocturno argentino a los intestinos del estadio y hasta el sagrado césped, persiguiendo a la alimaña.
Finalmente, sin contar lo que hay que ver, podemos subrayar la dignidad del borrachín y pendenciero Sandoval en su despedida, que parece evocar a célebres secundarios clásicos (fordianos, por ejemplo) que tenían gestos tan grandiosos como silenciosos (dar la vuelta a una foto puede salvar vidas). O la terrorífica escena del ascensor, de nuevo en silencio, pero más elocuente que cualquier verborrea. O, en fin, el doble epílogo final que habla de nuestras cadenas perpetuas, por un lado, y de cómo estamos a tiempo de todavía ser libres, por otro.
Volviendo al principio de estas líneas, en El secreto de sus ojos, como en otros títulos de Campanella, también triunfa el amor o la esperanza, e incluso se parodian los amores “de novela” (esa despedida en la estación), pero ya nadie levantó la voz contra ella y se llevó el Óscar a la mejor película extranjera. Cosas de Hollywood o de críticos más exigentes. Quienes todavía sentimos cine, tal vez porque nos falta alguna tecla, todavía sentimos todo el cine de Campanella. Con madres, amores, secretos y, por supuesto, fútbol.