Los peces rojos (José Antonio Nieves Conde, 1955) es una obra maestra del cine español. Desconozco si acabo de escribir una obviedad indiscutible o alguno se ha preguntado de qué estoy hablando. En efecto, no es una película demasiado popular, lo cual, si cabe, la hace aún más atractiva por aquello de ser un “paraíso cerrado para muchos”. Vamos pues a intentar iluminarla para quien todavía la mantenga en la oscuridad.
El arranque de las enfurecidas olas del Cantábrico chocando en Gijón ya promete emociones fuertes. En medio de la tormenta nocturna, una pareja y su hijo se hospeda en un hotel y salen a ver el mar. El joven resbala y cae y la policía investiga. Cuando el inspector abandona la habitación, descubrimos que la pareja está “actuando”, pues ella se ríe y presume de cómo han engañado a todo el mundo. Todos tranquilos que esto que he contado son los diez primeros minutos… y si uno ya está absolutamente enganchado, las sorpresas solo acaban de comenzar. ¿Son unos asesinos? ¿De su propio hijo? ¿Dónde está el cadáver?
El mexicano Arturo de Córdova (inolvidable en Él [1953], de Buñuel) interpreta a Hugo, eterno aspirante a escritor que no consigue publicar porque sus novelas son demasiado fantasiosas y los editores piden “neorrealismo”, que es lo que se lleva. Indudable guiño irónico del director, Nieves Conde, a su película Surcos (1951), hoy cumbre del realismo español, pero que no triunfó en taquilla unos años antes.
La joven que acompaña a Hugo es Ivón (Emma Penella, que luego se haría mito con El verdugo) y es un personaje lleno de ambigüedad y riqueza. Vemos en flashbacks que Ivón trabaja de actriz, cantante y bailarina de variedades y en el teatro recibía las visitas de su enamorado Hugo. Descubrió que Hugo tenía un hijo “natural” (lo tuvo soltero y la madre se desentendió) que es mantenido por una tía millonaria, por lo que el hijo es mejor partido que el propio padre. Como buena mujer fatal, sí, esto es cine negro español, Ivón se siente tentada de intentar algo con el hijo, pues su ambición es comprarse un abrigo de visón. Parece una imagen simplista de la mujer, pero, como digo, solo estoy apuntando al planteamiento de lo que luego serán sorpresas y giros de la historia.
Hay muchos hallazgos en el guion de Carlos Blanco y en la dirección de Nieves Conde (quien fue alumno de Antonio Machado y afiliado de Falange, ahí queda eso). El hecho de que Ivón trabaje en el vodevil nos permite entrar en su camerino y disfrutar de los siempre cinematográficos espejos, que anuncian las múltiples caras que todos los personajes tienen. Además, en una escena con un punto surreal e insólita, Ivón habla con su amiga Magda (Pilar Soler) entre bastidores, mientras un ilusionista hace juegos de manos. En un momento dado, el ilusionista tapa a Magda y hace aparecer un pavo, mientras la conversación sigue con toda naturalidad. Magda reaparece y aquí no ha pasado nada. Fantástica imagen metafórica que vuelve a subrayar el truco de magia que es toda la película.
Y es que otra novedad y alarde de Los peces rojos es cómo se juega con la escena final. Como ocurre en las películas detectivescas cuando se resuelve el crimen y vemos la escena desde otro punto de vista, en este caso, ese prólogo de la llegada del hotel lo vuelve a contar Nieves Conde al final de la película con otra mirada diferente para descubrir importantes novedades. Sí, el mago revela el truco y todos quedamos anonadados por cómo funciona todo como un reloj. ¿O no es así?
La tormenta reaparece en ese final y los ecos románticos se subrayan con alusiones a los celos, el suicidio, la cárcel y la presencia de la muerte. Sumemos el suspense con la investigación policial (esa escena del disco) y poco más se puede pedir… Pues hay más.
El hecho de que Hugo sea escritor de ficción otorga un factor importantísimo para que terminemos reflexionando sobre la creación artística, sobre la impostura, sobre la literatura, sobre la vida y, en definitiva, sobre nosotros mismos y nuestros miedos, fantasmas y engaños personales (hasta hay una escena en plano subjetivo de Hugo en la que habla al espectador… y no puedo contar más). Es decir, lo que debe conseguir una obra maestra: hacernos pensar y hacernos crecer. No sean ustedes como esos peces rojos que solo saben dar vueltas en la pecera, como si fueran una mala conciencia. Vean esta película y disfrutarán del buen cine, sin trampa ni cartón.