El sargento negro (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960) es un western, por supuesto, pero en realidad también es una película judicial en la que se juzga un doble crimen y que, con Ford en la dirección, nos garantiza emoción, humor, dignidad y el mejor cine posible
Será por los espacios abiertos, el caso es que se suele identificar el verano con el western y las grandes llanuras, sin embargo, para quienes amamos el género, cualquier época o excusa es buena para volver a cabalgar en la naturaleza, reclamar a la Caballería, desenfundar el revólver o besar a la joven de frondoso vestido. En El sargento negro (Sergeant Rutledge, John Ford, 1960) tenemos todo lo citado, a pesar de que algunos la tachen de claustrofóbica (no lo es) o de “Ford menor”: con Ford no hay obras menores, porque es el más grande.
Cierto es que la película se desarrolla en la sala donde se celebra el consejo de guerra contra el sargento Braxton Rutledge (imponente y emotivo Woody Strode), acusado de matar a un superior y de violar y asesinar a una joven, pero el guion, hábilmente, nos “saca” de la sala con los diferentes testimonios que se convierten en analepsis o flashbacks con los que vamos conociendo la historia linealmente. No es la narrativa de Rashomon, de contar lo mismo desde diferentes ángulos, sino que cada personaje añade algo a la historia, por lo que no hay aburrimiento posible y, en el colmo de la síntesis y de la audacia, hasta se saltan la declaración del acusado sobre los hechos (insólito en cualquier película judicial) porque ya sabemos su versión y su inocencia.

El suspense no está en si el impecable Rutledge será inocente o no. Desde que le vemos sabemos que personifica lo mejor y lo más íntegro del ejército… menos para los racistas que ya le han prejuzgado por ser negro. Ese suspense no existe y creo que Ford tampoco quiere jugar con eso. Lo que Ford busca, una vez más, es subrayar la dignidad de la persona, la importancia de la pertenencia a la familia del ejército y, cómo no, la gloria en la derrota. Rutledge es un héroe mítico que es admirado por sus hombres del 9º y 10º de Caballería, los “soldados búfalos”, llamados así con admiración por los indios por sus ropas de invierno y por su pelo rizado. La tropa de solo soldados negros (que duraron en el ejército americano hasta los 50…) sabe de la inocencia de Rutledge y hasta le ayuda a escapar cuando tienen la ocasión. Sin embargo, él vuelve, pues, como dirá en el juicio: “El 9º de Caballería era mi hogar, mi verdadera libertad y mi autoestima y tal y como estaba desertando… no era más que… un negrata huyendo por los pantanos y ¡yo no soy eso! ¿Me oye? ¡Soy un hombre!”. Discurso de una humanidad ejemplar que, si no se repite tanto en la historia de las citas cinéfilas es porque incluye la estigmatizada palabra “nigger”, que parece que no se puede usar ni para descalificarla.
En segundo lugar está el ejército. Ford, como tantos otros, volvió cambiado de la guerra. Su épica no volvería a ser igual y nos regalaría verdaderas piedras preciosas en las que rescata la gloria en la derrota, algo en lo que todos podemos identificarnos si mantenemos la dignidad en nuestras derrotas diarias. Pero Ford también trajo de la guerra el sentimiento del ejército: de pertenencia al grupo, de lealtad, de amistad, de historias conjuntas, de supervivencia… Todo ello lo tenemos en su célebre trilogía de la caballería (sin esquivar su lado oscuro, recuerden al Thursday de Fort Apache) y, también, en El sargento negro. Rutledge no quiere volver a ser un esclavo a la fuga porque ha encontrado su lugar en la sociedad americana: el ejército. Todavía los negros no son iguales (esa es su derrota diaria), pero sueña con “algún día”, casi profetizando las palabras de Martin Luther King y su sueño, que pronunciaría tres años después del estreno de la película…

Toda esta solemnidad y mitificación del sargento la subraya Ford con contrapicados para realzar su figura; con cierto terror y admiración cuando irrumpe en la escena para tapar la boca a Constance Towers para que no grite y revele su posición; o con el famoso plano nocturno cuando sus hombres cantan la canción del “Capitán Búfalo” y le vemos rodeado por la niebla y con la luna llena al fondo. Todo un cuadro de Remington (nadie en la historia encuadra como Ford, por cierto, cada plano de su cine podría ponerse en un marco y colgarse en un museo). Añadamos la influencia expresionista de Murnau, por ejemplo en la escena inicial nocturna en la estación, una de las más terroríficas de la carrera de Ford, para completar un western con luces y claros del Monument Valley, sí, pero también con sombras y violencia innombrable.
Pero esto no sería un Ford sin sentido del humor. Y es que el maestro sabía que la vida tiene que tener humor para poder sobrellevarla. El juez y los oficiales parecen de fiesta y beben “agua” para soportar el juicio y a sus mujeres en primera línea (la mayoría interpretadas por estrellas del cine mudo como Billie Burke, Ruth Clifford o Mae Marsh). En una pausa del juicio, se reúnen en una sala para continuar su partida de póquer con una normalidad sorprendente, pues parecen darle más importancia al póquer que al juicio. Que el humor y la guasa no impidan ver la crítica: Ford nos muestra la farsa que es el “juicio” a Rutledge, si no fuera por la dedicación de su abogado el teniente Cantrell (siempre luminoso Jeffrey Hunter), quien salvará la función de forma bastante casual y melodramática, pero eficaz (esa cruz de la víctima, que no deja de ser un signo de Salvación… para Rutledge).
En agosto se cumplirán 50 años de la muerte de John Ford. Como si hiciera falta una excusa para volver a Ford. Hablemos de dignidad, hablemos de lealtad, hablemos de compañerismo, hablemos de El sargento negro y de John Ford. Siempre Ford.