Se le nota en su voz, por la manera en cómo me habla, que su miedo (con los años) se ha unido al enfado y a la resignación. Lucía (nombre ficticio), vecina de L'Hospitalet de Llobregat (Barcelona), ha decidido desahogarse y relatar su historia a este medio. Una historia que indigna a la vez que asusta, una historia triste en la que una familia tuvo que abandonar su hogar, como consecuencia de la vulgar extorsión de un grupo de pandilleros y la ineficaz respuesta de una administración desbordada.
Lucía ha crecido en L'Hospitalet, por lo que sabe muy bien de lo que habla. Incluso, sin haber sido ella misma la protagonista del relato, habría podido afirmar que, un caso como el suyo, es real y, lamentablemente, mucho más frecuente de lo que creemos. Su historia empezó hace seis años, en junio de 2014. Ella y su familia se compraron un piso en el barrio de La Florida de L'Hospitalet, donde depositaron todas sus ilusiones y parte de su futuro. Pronto, sin embargo, lamentaron la decisión y, desde el primer mes de estar ahí, en su nuevo pisito, desearon abandonar ese lugar.
La amenaza en la cerradura
El primer episodio de «amenaza» llegó bien pronto, ni más ni menos que el segundo día de estrenar hogar. «Yo volvía de trabajar y, cuando fui a abrir la puerta, me di cuenta de que había una especie de pañuelo de papel en la cerradura. Muy extrañada, llamé a la Policía, porque interpreté que no era normal. Los Mossos, sorprendidos, me comentaron que, en estos casos, las bandas que utilizan este sistema lo hacen o bien porque quieren hacer una copia de la llave o lo utilizan como sistema de vigilancia: si en unas horas sigue igual, les da a entender que el inmueble está vacío».
La Policía le planteó varios motivos de por qué ese pañuelo estaba donde estaba y ninguno de ellos la tranquilizó ni un poquito. Era consciente de que el pañuelo en la cerradura era tan solo el primer aviso. De algún modo, sintió que su intimidad había sido vulnerada, invadida y observada. Y la cosa no mejoró, precisamente.
La extorsión del clan dominicano
Uno de los motivos por los que se decantaron por el piso del barrio de La Florida fue por la cercanía con su trabajo, un despacho profesional que dirige desde hace años. Entre su antigua casa y la oficina había (y sigue habiendo) un 'bareto' propiedad de una familia de dominicanos. Al mes de vivir en su nuevo hogar, y tras el primer susto del pañuelo, una tarde de ese mismo verano, cuando el marido de Lucía, de nacionalidad rumana, se disponía a guardar el coche, el propietario del bar le sorprendió en la puerta del garaje.
«Fue surrealista, sentencia. El tipo del bar, un dominicano de dimensiones considerables, paró a mi marido y le dijo que su madre —mi suegra— había estado bebiendo hasta ponerse ciega y que no había pagado nada, por lo que le tocaba a él resolver la deuda de su madre. Lo que estos tipos no sabían, es que mi suegra es rumana y vive en Rumania, por lo que, cuando mi marido se lo comentó, el hombre rectificó y le dijo que, en ese caso, quizá había sido mi madre la protagonista de la ficticia escena y empezó detallarle quiénes éramos, a qué nos dedicábamos, qué bolso llevaba, qué coche conducía y dónde vivíamos…».
Lo sabían todo de ellos. Los habían observado, analizado minuciosamente y estaban dispuestos a iniciar una extorsión, una amenaza indirecta y una persecución real. Solo hacía un mes que vivían en su nuevo hogar y ya querían largarse lejos de allí.
Aguantaron tres años y, en cuanto pudieron, dejaron parte de la pesadilla a sus espaldas. Hasta entonces, las radiografías que los pandilleros les hacían al cruzarse atravesaban su piel y sus huesos; los de ella y los de toda su familia. Y aumentaban a cada paso, si eso era posible, su miedo, su rabia y su deseo de huir. Huir de su hogar.
Así no se puede vivir
Por suerte, nunca tuvieron que lamentar un mal mayor pero, todavía a día de hoy, cuando Lucía va al despacho, que mantiene en el barrio de La Florida, lo hace con miedo. Se siente observada y se mueve con el temor de ser atacada, increpada o molestada. Sabe que la conocen, que para ellos no hay secretos sobre a qué se dedica, quién es su familia, dónde está su oficina e incluso que coche lleva. Se lo dejaron claro entonces y con sus miradas se lo dejan claro ahora. «Cuando voy al despacho, todavía tengo miedo», reconoce.
«Avisamos muchas veces a la Policía, pero siempre nos decían que no podían hacer nada». Lamenta que la inseguridad que ella vivió en sus propias carnes es el pan de cada día de muchas familias que no pueden permitirse abandonar la zona. «Cada semana, hay peleas entre las bandas latinas; fíjate en el caso de la chica que murió apuñalada recientemente en Cornellà”, pone como ejemplo. «Y muchos otros casos que ni llegan a los medios de comunicación. Aquí, la violencia y la inseguridad se sufren todos los días y, así, no se puede vivir”, sentencia.
Una disputa tras otra
De hecho, si hacemos un repaso a la prensa del último mes y medio —a parte de las noticias sobre los rebrotes de coronavirus, que Lucía asocia a las condiciones insalubres en las que el Ayuntamiento permite vivir a cientos de familias de los barrios más colapsados—, los medios de comunicación se han hecho eco de la detención de, al menos, una docena de jóvenes —detenidos en varias operaciones policiales—, protagonistas de hurtos y robos con violencia, así como de la muerte de un hombre al caer contra el suelo debido a un robo con violencia.
Y estas noticias, asegura Lucía, solo son las que trascienden y llegan a los medios; ni mucho menos, reflejan el día a día de barrios como La Florida, en el que, según su testimonio en primera persona, las bandas latinas montan auténticas trifulcas entre ellos y las mafias del este entran a robar en las casas con sus inquilinos dentro.