Con sus cientos de pagodas erigidas en mitad de calima, sus ancestrales tradiciones adheridas a los quicios de las puertas y su historia (tan reciente como trágica), la antigua Birmania, hoy en día Myanmar, se postula como uno de los destinos más golosos para los turistas occidentales. Sin embargo, la mayor parte de los viajeros que llegan, recorren una ruta previamente establecida, creada y promovida por el Gobierno birmano para ingresar dinero desesperadamente y manipular a los extranjeros según los intereses políticos.
Como no podía ser de otra manera, esta ruta incluye las zonas centrales del país, como Bagán, la preciosa y adorable Bagán, que cuenta con más de diez mil monumentos religiosos, gracias a los cuales hoy tenemos la posibilidad de ver un espectáculo único: la salida del sol iluminado la llanura. O la vibrante y dinámica ciudad de Yangón, que contiene el mayor número de edificios coloniales del sudeste asiático.

Visible desde cualquier punto de la localidad, la increíble Pagoda Shwedagon es una brillante estepa dorada que mira al futuro teniendo presente su pasado. También es el centro de actividad económica y uno de los lugares con mayor concentración de intelectuales del país.
En Yangón aterrizó el gran poeta Pablo Neruda (1904 – 1973) en su primer destino como diplomático chileno y en ella escribió: “Desde mis ventanas, en Dalhousie Street, el olor indefinible, musgo de pagodas, perfumes excrementos, polen, pólvora de un mundo saturado por la humedad humana, subió a mí”.
Al viajero que quiera adentrarse en sus misterios le hará falta tiempo para sumergirse en la cantidad de cine y literatura con los que cuentan sus territorios, como, por ejemplo, la película rodada en 1945 por Errol Flynn (1909 – 1959): Objetivo Birmania.
Ambientada en la Segunda Guerra Mundial, un pelotón de paracaidistas estadounidenses atraviesa la selva birmana con el objetivo de destruir una estación de radar japonesa. Atención con el spoiler, también llamado sacrilegio: ni uno solo de los escenarios exteriores, tan densos, frondosos y espectacularmente bellos fueron grabados en Birmania. Ni uno solo. Por increíble que parezca, el equipo no salió del Jardín Botánico de los Ángeles.

Los paisajes de Birmania también están ligados al ambiente de las novelas de aventuras de Emilio Salgari (1862 - 1911), cuando el mítico Sandokan prometía conquistar libertad y riquezas en estas tierras. Subiendo la colina por la carretera de Mandalay existe un precioso lago llamado Inle ideal para deslizarse en canoas de madera y observar la pesca tradicional del lugar.
El Ministerio de Hostelería y Turismo ha calificado el lugar como una de las “zonas marrones” o, lo que es lo mismo, un terreno prohibido que “queda apartado de los límites turísticos”. Igual de apartado que la cordillera semicircular que rodea gran parte del país y la mayoría de las zonas de la lengua geográfica fronteriza con Tailandia, donde viven las minorías étnicas de Birmania.
Mandalay se despierta entre Palacios y leyendas. Famoso entre famosos, el poeta y escritor Rudyard Kipling (1865 – 1936), evocó el exotismo romántico del Imperio británico de tal amanera que hasta George Orwell llegó a venerar sus textos. Sin embargo, es muy curioso descubrir que Kipling jamás pisó Mandalay (imitando a Errol Flynn) sino que visitó Birmania en el año 1889 cuando el barco que lo llevaba de Calcuta a Japón hizo escala en el país y pudo ver la pagoda Kyaik-thanlan, en Moulmein, lugar en el que basó su famoso poema.
El poema Mandalay de Kipling es el responsable de haber atraído a muchos viajeros hasta este país. Incluso Frank Sinatra (1915 – 1998) versionó el texto hasta convertirlo en canción.
Hay tantos escritores en la lista negra de Birmania que es imposible escribir la historia literaria moderna del país a través de ellos. El novelista británico E. M. Forster (1879 – 1970) plasmó sus vivencias en el libro Pasaje a la India (1924) de la misma manera que George Orwell ficcionó sus experiencias en Los días de Birmania.
En el programa de radio emitido por la BBC, Forster explicó que los libros convierten la palabra en un “objeto circulante de alto valor moral”. Hoy, las referencias a tantos autores que pasaron, se quedaron o se marcharon de un país en construcción nos hacen ponderar la afirmación de que los libros no caducan. Los libros nos entretienen y nos informan. Nos despiertan, nos hacen sentir, pensar y construir.

Señores lectores, con un libro podemos tocar algo vivo, tan vivo, como la mente del escritor que lo escribió y ayudarnos a entender situaciones, estrategias e infinidad de innumerables momentos históricos a los que, de otra manera, no tendríamos acceso ni orientación. Los libros son vida y leer es vivir.