El Mar Negro se está recuperando al mismo tiempo que la economía de Crimea. La contaminación, la avaricia de la pesca indisciplinada, y la llegada de nuevas especies invasoras más allá de la humana estuvieron a punto de crear el primer mar sin vida del mundo.
Sin embargo, las inesperadas causas naturales combinadas con una rápida acción internacional reactivaron la calidad del agua y aumentaron la reserva de peces, logrando la estabilidad del ecosistema que mantiene los niveles óptimos para su conservación y resurgimiento.
Este mismo mar, tan alejado de tradicionalismos y cuadraturas, sanaba en verano todo lo que San Petersburgo estropeaba con sus nieves en el invierno. Es por eso que fue lugar de reencuentro, resurgimiento y paso para escritores como Alexander Pushkin (1799 – 1837), aunque, en el caso de Pushkin, no fue un destino elegido por él.
El conocido “padre” de la literatura rusa moderna fue expulsado de San Petersburgo en el año 1820 y enviado a las zonas del sur por el carácter liberal de sus versos. El aire de Crimea resultó demasiado embriagador para abandonar la zona, de ahí que escribiera en su oda Táuride (Crimea en griego) que en ella “resucitan los sentidos y se despeja el intelecto”. En sus versos, Pushkin continúo clamando por la independencia sin hablar de libertades políticas que oprimían a su estado.
La afectuosa acogida que recibían los escritores en la comuna cultural les ayudaba a emanciparse de sus crisis creativas. Con su viaje a esta región, la poetisa Marina Tsvetáeva (1892 – 1941) se liberó de su percepción libresca del mundo y supo dotar de lirismo su escritura. Con las inquietudes revoloteando como mariposillas, la escritora visitó los lugares pushkinianos de Crimea y paseo por las ciudades de Bajchisarái y Yalta en busca de inspiración.
En el poema “Encuentro con Puskhin”, escrito en el año 1911, Tsvetáieva imagina un paseo con el mago del pelo ensortijado y conversa con el genio a su manera, encontrando muchas similitudes en sus vidas. Como Puskhin, ella también rechazaba la figura del caudillo ruso y clamaba por la libertad del pueblo.
Crimea fue el destino vacacional de los zares desde que Catalina la Grande (1729 – 1796) sumara la Península al estado ruso. La aristocracia acudía a la región de la misma manera que los tuberculosos buscaban consuelo entre las aguas de los balnearios. Si algo unía a la plebe con la majestuosidad es que ambos grupos, con independencia de su estatus social, aprovechaban los magníficos efluvios del clima para encontrar su bienestar personal.
Un bienestar personal que supieron admirar los dignatarios que visitaron Crimea en la histórica Conferencia de Yalta de 1945. La importancia terapéutica del Palacio de Livadia se ratificó cuando fue escogido por Iósif Stalin (1878 – 1953) para repartirse la bola del mundo junto con Franklin D. Roosevelt (1882 – 1945) y Winston Churchill (1874 – 1965). Los herederos de la humanidad juntos en Crimea.
A sus 70 años, Churchill supo apreciar los espumosos vinos de Crimea mientras que Stalin paseaba su bigote de gran gato vencedor sin suponer los horrores posteriores que, justamente, le adjudicarían. A Roosevelt todo le debió caer peor, pues murió dos meses después de viajar a Crimea. Ya lo dice mi padre, las generalizaciones nunca son buenas.
Otro de los Palacios más emblemáticos es el Vorontsov, una joya más adherida al collar de diamantes que supone Crimea. A orillas de un acantilado y con unos jardines que ocupan 40 hectáreas de paseo y árboles exóticos, el edificio incorpora elementos arquitectónicos del renacimiento árabe combinados con un estilo gótico escoces digno de precisión. Ni el mejor de los genios hubiera imaginado la explosión de arquitectura que supone para los sentidos este palacio ubicado cerca de la ciudad de Alupka.
La fachada que recibe al visitante se asemeja a los castillos de los nobles ingles del siglo XVI mientras que la zona sur que desemboca en el mar Negro, representa el estilo mudéjar con una terraza de leones tallados simulando diferentes estados de ánimo. En una ambientación tan cálida, el viajero que se asome a la garganta del Palacio puede entender el espíritu del constructor que, saludando a sus vecinos turcos ubicados justo en frente la villa, los honra tallando en el suelo el proverbio más sagrado para los musulmanes, Alá es Grande.
Después de la Revolución de Octubre de 1921, el palacio fue nacionalizado y se convirtió en museo, mostrando al mundo sus 150 habitaciones, entre la que se encuentra la del salón de baile con una fuente en mitad de la estancia que suprime a la típica chimenea y la Sala Azul, tallada de mármol blanco sobre un fondo que imita el color celestial del techo del mundo.
El tema de Crimea es gigantesco a nivel literario y abrumador a nivel político. Muchos rusos calificaron de imprudencia que el sucesor de Stalin, Nikita Jruschov (1894 – 1971) entregara Crimea a Ucrania en el año 1954 y muchos escritores contemporáneos han aprovechado la coyuntura para poder crear nuevos temas de conversación, como el caso del escritor Vasili Aksyonov (1932 – 2009) con su novela distópica “La isla de Crimea”.
A estas alturas, viajando y leyendo sobre el Mar Negro, las conquistas, los despechos y las cesiones, me pregunto lo mismo que plantea el argumento central del libro: ¿Qué pasaría si Crimea fuera una isla libre y democrática? Las distopias no forman parte de realidad, pero ¿qué es la realidad?