Cae la tarde en St James Park mientras paseo como si me hubiera escapado de la portada de uno de los libros de Tomas Hardy. La sombrilla de encaje sobrecargada de volantes blancos se me escurre de la mano al contacto con los guantes de puntilla y, el sombrerito repleto de florecitas de colores, se me ciñe al cuerpo causándome un severo dolor de cabeza.
Entre picores y enaguas, alzo la vista para comprobar que, uno de los parques más céntricos de la ciudad de Londres, se va desocupando de madres que pasean a sus bebés en carritos pomposos a juego con sus vestidos y de caballeros tan estirados que parecen sostenidos por un cable invisible desde la coronilla hasta el cielo. Sin prisa busco entre los bancos de madera alguna silueta conocida cuando, apartado de la humanidad, pero rodeado de gente, distingo a un hombre cincuentón que luce un destacado bigote gris.
Herbert George Wells se rasca la cabeza con la punta del lápiz de madera. A su alrededor, una colmena de niños ataviados con calcetines de invierno le sostienen lo que intuyo son unos planetas creados de cartón piedra. El hombre camina, se revuelve entre ellos, mide la distancia entre los cometas y apunta datos. De vez en cuando lo críos se inquietan entre gritos infantiles, pero, al futuro padre de la ciencia ficción, no lo distraen de su interesante labor.
En uno de mis descuidos, después de tropezar dos veces con la misma piedra, el señor levanta la nariz y me sorprende mirándolo fijamente. H. G. Wells se ha percatado que, debajo de la cabellera postiza, rizada y roja, me asoman los cuatro pelos rubios que ahora luzco y de que mis andares, más semejantes a un vaquero del oeste que a una dama refinada, no se corresponde con la personalidad que intento aparentar.
Lejos de interceptarme, se ríe a carcajada limpia y palmea sus manos. No me pregunten cómo sé que él sabe que vengo del futuro para espiar la vida del pasado. Hago una torpe reverencia y continuo, no quisiera entorpecer la creación literaria que el fantástico escritor tiene entre sus manos.
Despojada de los ropajes tan efervescentemente femeninos, me dirijo a la calle Pall Mall en un intento por encontrar el edificio victoriano que ha colmado mis expectativas de opulencia. Una nube de humo blanco constata que la humedad, tan característica en la capital inglesa, es preferible a la consistente y soporífera bruma de nicotina con la que se irá empañado mi abrigo a casa.
Cuando me decido a empujar despacio sus puertas, me topo con los encargados de guardar las pertenencias que, gentilmente, me acogen el sombrero mientras observan cómo camino hacia una de las mesas más apartadas del local para degustar una anodina y nada asequible comida inglesa. Todo sea por la literatura.
Las risotadas de los caballeros que componen este selecto club fundado por el diputado Edward Ellice se suceden al mismo tiempo que los anillos de humo que salen de sus bocas. No se han dado cuenta que, camuflada en el nutrido grupo de hombres, una mujer del S. XXI se ha colado en sus vidas enfundada en el mejor de los trajes, adquirido en la reciente e innovadora tienda de moda Liberty & Co. No quisiera escandalizarlos aportando datos del futuro, pero pagaría por ver sus caras cuando se enteraran de que, en el año 1981, la gerencia de su admirado local cambiará las normas para aceptar a las damas sin necesidad de entrar disfrazadas.
La emoción del momento empaña mis lentes. A unas mesas de distancia, Henry James escribe sin parar cuartillas llenas de historias complejas y detalladas que lo tildarán de precursor indiscutible del “monologo interior”. Por la rapidez con la que baila su pluma se diría que es un hombre prolífico, capaz de revolucionar el mundo de las letras con su visión iracunda del mundo que lo rodea. Cuando las ideas se pierden en su mente, arruga los papeles creando bolas que va acumulando en el suelo y que se hacinan creando pequeñas montañas de tinta y pasado. Otras ruedan por los pies de los presentes, que discuten de política, política y política. A falta de Notebook, apunto en mi libreta cuadriculada de anillas que todo va bien.
Me remuevo inquieta en el asiento aterciopelado mientras disimulo comprobando la hora en el reloj de cadena que guarda mi bolsillo. Ya ha pasado la media noche y el club continúa plagado de variopintos y extravagantes escritores que me recuerdan a mis lecturas de juventud. Estoy intentando recuperar alguna de las cuartillas que contienen la marca de tinta del señor James cuando, siguiendo el itinerario de la gravedad, uno de los papeles se frena en los pies de un caballero que juega distinguidamente al billar. Es un hombre apuesto, parece que adinerado, no fuma como el resto de los presentes y paladea con gusto el whisky en un vaso de vidrio ancho.
Esta apoyado en su bastón cuando la conversación sube de tono y se encadena una discusión versada sobre la última noticia lanzada por el diario The Daily Telegraph que afirma que, con la apertura de la nueva línea ferroviaria de la India, ahora es posible viajar alrededor del mundo en tan solo ochenta días.
Otro señor, rechoncho y malhumorado, insta a Phileas Fogg a que se apueste 20.000 libras si es capaz de conseguir hacer este viaje y llegar a las 12 en punto del último día que le han asignado. Miro con atención la jugada de los señores mientras apuro mi copa de vino y escucho… “De Londres a Suez, 7 días… De Suez a Bombay, 18 días… De Bombay a Calcuta, 8 días… De Calcuta a Hong Kong, 13 días… De Hong Kong a Yokohama, 6 días… De Yokohama a San Francisco, 22 días… De San Francisco a Nueva York, 7 días… De Nueva York a Londres, 9 días…”
Me quiero unir desesperadamente a esta hazaña, pero mi honradez (y pensar que tengo que volver a mi siglo) me avisan de que no puedo hacerlo, así que opto por solapar mi cuerpo a la cortina que separa una habitación de otra y escuchar la conversación que se mantiene en el interior del habitáculo, lejos de los mundanales oídos. Confío en que el señor Fogg se sabrá defender de los impertinentes ataques de su enemigo adiposo.
Descorro suavemente la cortina y, entre las volutas de humo y la distancia que nos separa, distingo a dos personajes completamente diferentes. El menudo es inquieto y sagaz en sus argumentos: utiliza la ironía, el sarcasmo y la sorna para replicar y tiene unos pequeños tics que manejan el cuerpo a su antojo. Sus dedos manosean una cajita de metal que abre y cierra, abre y cierra, en un ademán nervioso que más que delatar su impaciencia, impacienta a las personas que lo observan. El más ancho está sentado cómodamente en un butacón muy cerca de la salida donde me encuentro y parece un hombre pausado, más meticuloso en su forma de hablar que razona y se ríe de la situación reinante. Cuando sir Arthur Conan Doyle se gira inesperadamente, puedo distinguir su panza de hombre bien alimentado y sus ojos pequeños y juntos que le están anunciando al personaje que tiene delante su definitiva e irreversible muerte. Como es lógico, nadie quiere irse al otro mundo pudiendo disfrutar entre los vivos.
El detective Holmes arranca su furia y carga contra Doyle, pero sus manos no tienen fuerza, sus palabras carecen de valor. Como todos los escritores que conviven a diario con sus personajes, Holmes tendrá que comulgar con los deseos de su creador y acatar la situación con rabia, lo que no impide que salga de la habitación enfurecido y me empuje a su paso. Huele a opio y sudor.
La abrupta escena rebota en mi persona y hace que me trastabille detrás del improvisado escondite. El impacto despega mi tímido bigote del labio y raja el pantalón por la costura más íntima que tiene dejando al descubierto mis púdicas y blanquecinas virtudes. Tengo que salir corriendo del local si no quiero propiciar una guerra de la que no saldría bien parada.
Aprieto el paso intranquilo por el silencio de la noche y el barullo que se ha organizado en el Reforms Club. Por el camino me he cruzado con dos vagabundos de manos moradas que han suplicado unas monedas y una vieja que recogía colillas del suelo mientras se rascaba compulsivamente la cabeza.
Al girar la esquina, una sombra enorme se refleja en el candil de un callejón. Su pelo largo esta enredado, sus pies, descalzos. La única ropa que posee está raída, es escasa y apesta. Al pobre y deformado Viktor lo han lanzado al mundo sin prepararlo para la hostilidad que le espera. El monstruo está desorientado, pero lejos de atemorizarme con su aspecto, me causa una enorme lástima.
Querido Viktor Frankenstein, ojalá Mary Shelley te hubiera explicado que el amor es un vínculo y no una demanda, que el daño siempre estará presente aun cuando lo tratemos de evitar y que el mal, por mucho que se practique, no es la solución a ningún problema. Su voz gutural como un sonido de ultratumba se percibe cargada de dolor y desdicha.
Saco una pluma estilográfica del chaleco de tuid y la poso en su mano grande, deformada, llena de costuras. Con este gesto, el único gentil que recibirá de un ser humano, lo insto a contar su historia, a abrir sus sentimientos. Cuando levanto la vista, el gigante que el cine caracterizó con tornillos clavados en el cuello se ha esfumado de dos zancadas. En mi recuerdo siempre quedará presente su mirada.
Al romper el día, agotada y exhausta, visualizo a un niño que pasa con su bicicleta camino de la imprenta donde recogerá todos los periódicos que le quepan en su humilde cesta. El joven, con su gorra de fieltro y los mofletes rojos por el frio, se tropieza con mi persona y masculla unos insultos. “Cuida ese lenguaje, Pí” lo amedranta un señor envejecido que me adelanta por la izquierda. Cuando lo observo, su caminar ligero no se corresponde con la edad que aparenta.
Al preguntarle por una taberna para poder calentarme y desayunar, el viejo, con una mirada caída por los años, balbucea unas palabras que parecen maldiciones, frases sin sentido de una persona que lo vivido y se lo ha bebido todo. “Este era un país de Grandes Esperanzas… sin embargo aquí me tienen, en un Callejón sin salida, esperando a Oliver Twist para entregarle Los papeles póstumos del club Pick Wick. Ninguna Casa Desolada parece que lo esté si en ella, cada año, se leen los Cuentos de Navidad”…
Se ha hecho de día y el contraste de mi atuendo evidencia la modernidad de mi estilo. Confirmo la frase hecha y muy bien aplicada de que por la noche todos los gatos son pardos. Tengo que encontrar un carruaje que me oculte de miradas indiscretas hasta que llegue la hora del té, donde Charlotte Brontë me espera en Haworth acompañada de sus innumerables desdichas.
Mis botas de piel de cabra están empapadas, he perdido el bigote postizo, se me ha olvidado quitarme la manicura antes de emprender el viaje y he dejado abandonada la máscara de pestañas en mi casa, pero ahora que estoy en medio de esta fantasía no voy a renunciar a mis sueños. Antes de empezar la travesía y sucumbir a los deseos de mi mente, mis ilusiones me perseguían como perennes y renovados deseos. Hoy estoy aquí. Mañana ya veremos…