Cada sábado se despierta, antes de que lo haga el sol, para recorrer los cuatrocientos cincuenta kilómetros que separan su casa, ubicada en Hollywood, del centro penitenciario de máxima seguridad Raiford, situado al sur del estado de Florida. Tanya Ibar emplea cinco horas de viaje en ir y otras cinco horas en volver para una visita que no llega a cuarenta y cinco minutos. Al otro lado de una mampara de vidrio, a través de la que no pueden tocarse salvo con la mirada, le aguarda su marido.
En los dieciséis años que Pablo Ibar lleva viviendo en el corredor de la muerte, su esposa no ha faltado ni un solo día. 818 sábados contabilizados por el escritor, Nacho Carretero (A Coruña, 1981), y recogidos en su obra ‘En el corredor de la muerte’ (Editorial Espasa). 818 días que han insuflado en el preso numero O-L1274 el aire suficiente para resistir psicológicamente la situación claustrofóbica y delirante en la que se encuentra.
Pero, ¿quién es Pablo Ibar y como llegó hasta el corredor de la muerte?
Cómo superar la estrecha línea que separa el periodismo de la realidad
Aunque cueste creerlo, son muchos los sonidos que provocan el completo aislamiento del mundo exterior y pocas las descripciones que se ajustan tan bien a la realidad como las que emplea Nacho Carretero para explicar sus sensaciones. Solo necesitó una hora de conversación para percibir la temperatura, los colores y los olores que desprendían aquellas paredes solitarias y sucias. El silencio es la peor de las músicas.
el preso español que espera una decisión que lo absuelva o una sentencia que acabe con su vida
Intentando no esquivar ni un solo detalle, conmocionado por el testimonio de la persona que tenía delante y apresurado por querer abandonar el lugar, el periodista y escritor se vio en la urgente necesidad de narrar el caso del preso español que espera una decisión que lo absuelva o una sentencia que acabe con su vida.
En las palabras de Nacho Carretero se percibe que el protagonista de esta historia no esconde sus antecedentes delictivos ni tampoco huye del periodo en el que tonteó excesivamente con las drogas. Es más, reconoce que sus amistades no fueron las más recomendables y que sus amigos eran de todo, menos amigos.
Cuando el lector empieza a leer el libro donde Pablo Ibar se entrega a su interlocutor, se emociona percibiendo que en las palabras del preso no hay medias tintas, ni mentiras, ni datos extraños u ocultos. Este hombre, de padres españoles y doble nacionalidad, narra su encierro desde la perspectiva que le da la esperanza de un nuevo juicio y condiciona la opinión del lector cuando explica que ha pasado más años en prisión de los que ha vivido fuera. Y esos son muchos años.
“Mi vida se paró en 1994”
el trabajo de los agentes no es tanto llegar a la verdad como obtener una confesión, está permitido mentir o ser confuso
Las leyes en Estados Unidos son una catástrofe, una ruina, una desgracia, todos lo sabemos, y ahora vais a entender mejor el por qué de esta afirmación: “La ley, en Estados Unidos, permite la condena de pena capital aunque no haya pruebas de ADN, huellas dactilares o sangre que coincida con las muestras del sospechoso. Todo depende de lo que el jurado considere.”
Y dentro de este marco tan irónicamente idílico, también accede a que la policía engañe a las personas que están siendo sometidas a un interrogatorio, es decir, que “el trabajo de los agentes no es tanto llegar a la verdad como obtener una confesión. Para ello está permitido ser confuso o mentir”
Valiéndose de esta estrategia absurda y deshonesta, el fiscal y la acusación obtuvieron el testimonio que buscaban de la única persona que aseguró que aquella noche, la del 23 de Junio de 1994, vió a un joven Pablo Ibar conduciendo un coche en las cercanías de la casa de Miramar, donde se había producido un triple asesinato.
Nadie se fija en los detalles del día a día
Tanya todavía no conocía lo suficiente a ese chico, pero aquella tarde la pasaron juntos. Las pruebas demuestran que, cuando su tía los pilló a la mañana siguiente durmiendo juntos, efectuó varias llamadas para advertir a sus padres de que, la persona que empezaba a salir con su sobrina, era de todo, menos de fiar.
No sé lo que es vivir. Estoy vivo, pero no estoy viviendo
Ese día, de hace muchos años, la joven había preparado una fiesta y todos y cada uno de los amigos que a ella acudieron, reconocieron ante un jurado popular y en presencia del juez instructor del caso que, este chico alto, con bigotito y cabeza rapada, fue una de las personas que asistieron. Entonces, ¿cómo es posible demostrar que estuvo en otro sitio el mismo día y a la misma hora?
Pablo insiste. No reconocerá nunca su culpabilidad aunque ello pudiera suponerle una rebaja en la pena: saldría del corredor de la muerte para cumplir cadena perpetua, que vendría a ser lo mismo que morir en vida. “No sé lo que es vivir. Estoy vivo, pero no estoy viviendo”
La locura de perder la cabeza. Vivir en el corredor de la muerte.
El preso O-L31274 dispone de una ducha de cinco minutos cada semana. Aun así, la persona que se esconde detrás de este número se mantiene en forma, se asea todos los días, no deja que su pelo crezca y mantiene las uñas perfectamente cuidadas. Pablo necesita mantener el orden es su cabeza para no perderla.
Ahora entiendo que hay cosas que no importan: tener el mejor trabajo, el coche más nuevo, la casa más grande…
Ha sido ciudadano del mundo de la prisión, testigo de innumerables peleas sangrientas y un ávido observador de las conductas humanas, es por eso que ha decidido levantar una barrera contra sus sentimientos. Cualquier noticia que proviene del exterior lo desestabiliza emocionalmente; visualizar el final de esta tortura es cargar la mochila de dudas imaginarias: ¿será capaz de abrir una puerta sin que se lo ordenen o de elegir, a diario, el color de los calcetines?
“Mi concepción del mundo ha cambiado. Ahora entiendo que hay cosas que no importan: tener el mejor trabajo, el coche más nuevo, la casa más grande… Cuando uno pierde todo, se da cuenta de que, en la vida, lo importante son los momentos que tú tienes con la gente que de verdad quieres”
El final. La cárcel como castigo, no como reinserción
En Estados Unidos, el paso de un delincuente por una celda equivale a años de maltrato psicológico donde, soñar con la recuperación, es el mejor y continúo de los deseos. Cuando el lector se acerca al final del libro, es imprescindible que administre la información recibida para poder canalizarla sabiamente y forjarse una opinión de lo que acaba de vivir al otro lado de las páginas.
En mi caso, necesitaba respirar otro aire que no fuera el de la misma habitación que compartía con el escritor y el preso. Salí a pasear. Para mi sorpresa, me vi concentrada en los diferentes colores que desprendían las hojas de los árboles cuando les daba el sol, escuché en el sonido de las zapatillas cuando pisaban los botes de hierba y me entretuve mirando el planear de las águilas a última hora de la tarde, cuando la luz dibujaba solo su silueta.
Prestar atención a los detalles que me rodean a diario (y a los que les dedico muy poco tiempo) fue como si comprimiera mis ideas en una sola palabra que lo une todo. Libertad.
El ligero sonido de una persona que pasaba por mi lado me devolvió al origen y motivo de mi acción y, entonces, regresé a la celda donde el encierro le está pasando factura a Pablo Ibar. Donde los grilletes, la soledad y la condena son sus compañeros de viaje y donde, la esperanza de volver a vivir, es el único clavo que lo mantiene erguido en esta lucha interminable.
Nunca me voy a rendir. Soy un luchador. Pelearé hasta el último aliento que me quede por defender mi inocencia y por limpiar mi nombre. Yo no cometí esos crímenes