Cerrar los ojos y llenarse lo pulmones de África. Llegar a detestar el olor a humedad y emocionarse con la longevidad de un árbol. Vibrar con el ruido de los monos por la noche y, también, querer destruirlos por la mañana. Contemplar la vida alrededor de la carretera. Sentir la alegría de los niños y asimilar la frase de los adultos: “en Gambia no pasa nada”. Descubrir que los minutos pueden llegar a ser muy lentos. Matar a los mosquitos. El rio. Conocer gente y tener la suerte de conectar con ella.
Reflexionar. Alejarse. Perder de vista los lugares donde nos sentimos cómodos e intentar viajar más allá de los confines de la imaginación donde el territorio se bifurca y nace el camino entre lo incierto y lo fortuito. La única idea que prima es la de salirnos del camino, la de complicarnos un poco la vida, porque, de esta manera (y quizá sea la única), la vida se vuelve interesante y el viaje se transforma en aventura.
Hoy empiezo una serie de artículos sobre este fascinante continente que iniciaré la noche que aterricé en Banjul con una humedad sofocante y que intentaré terminar el día que, completamente desubicada, amanecí entre las sábanas blancas de mi habitación, a tan solo cinco horas de avión y cuatro mil kilómetros de distancia. Cuando uno viaja a África sabe con qué mochila va, pero no con que recuerdos vuelve. Hoy inmortalizaremos una parte de ese viaje. Hoy, volvemos a Gambia
En el avión aplico los consejos del profesor Santiago Tejedor que, en su libro Periodismo y Viajes (Universidad de Barcelona, 2021), insiste sobre la importancia de escribir “durante” el camino todas aquellas cosas que se ven y se sienten, así que, por primera vez entre carreteras y tambores, inicio un cuaderno de bitácora que tiene como prioridad la constancia y como virtud la sinceridad; un cuaderno que me servirá de guía y bastón para volcar sobre él anécdotas, opiniones, frustraciones y horas, muchas horas, y donde podré describir el ruido más salvaje de la jungla gambiana, ese que se escucha a todas horas y desde todos los lugares, el mismo que le da sentido a este viaje: el sonido de la vida.
Atravesar Gambia y llegar a Janjanbureh después de cinco horas de viaje no tendría épica si el trayecto no conllevara un esfuerzo, aunque ese fuerzo no sea físico. Cuando el viajero levanta la vista hacia el horizonte, parece que la tierra se vaya a cocinar en sus propios jugos. El calor y la humedad se funden como buenos hermanos siameses y obligan al viajero a refugiarse en el único baobab que riega la calle principal con sus flores, las mismas que se abren como las campanas en un día de fiesta.
Sin conocer otra zona del país y con el escepticismo atado a los cordones de las botas camino por un lugar lejano, a 272 kilómetros de la capital del país, que consta de dos avenidas perpendiculares abandonadas a la vida.
Ni los animales, eso seres omnipresentes que pueblan los caminos de Gambia, nos alertan de la proximidad de un hipotético amo. En el ambiente solo se percibe el polvo que nace de la tierra y la soledad, aunque por poco tiempo: la llamada de la naturaleza es el empujón que nos conecta a un ecosistema sublime.
En su primer encuentro, el rio Gambia despierta el espectáculo de las sensaciones: ante su pureza uno no puede más que someterse. La paz del momento la acompañan el canto de los millones de aves que pululan entre los matorrales y, si hay un instante ceremonial, será el proporcionado por el barquero cuando deje descansar el motor de su barca. Las orejas de un hipopótamo asoman tímidas al oírnos pasar. Los orangutanes zarandean las ramas de los árboles en señal de alerta. El ecosistema invita al disfrute constante y no hacerlo puede dañar perjudicialmente la salud, fundamentalmente, la mental.
Sin embargo, Janjanbureh es algo más que la jungla que lo rodea. Esta isla, rebautizada recientemente como Georgetown y nacida bajo la sombra colonial de los ingleses en el año 1823, es un símbolo directo para los vecinos que en ella habitan.
Abrazada por las dos orillas del rio Gambia no parece que la modernidad quiera llamar a su puerta: no existe la luz eléctrica, ni el agua caliente, ni los caminos empedrados, ni las aguas bravas. Aquí lo que más se revuelve es la historia. Y así lo narra en su libro Huellas Negras, tras el rastro de la esclavitud (La línea del horizonte, 2018) el cronista y escritor de viajes Diego Cobo (1986). En su recorrido por la historia de la esclavitud y reforzando sus vivencias con el testimonio de decenas de personas, las crónicas narradas en su libro nos sumergen en las entrañas de algunos países donde aún se escuchan los ecos de las desventuras, esas que marcaron a fuego el porvenir de muchas naciones.
Dentro del poblado donde apenas viven cuatro mil habitantes y colindante al muelle donde decenas de personas cogen el ferry a diario, un edificio desconchado retrata la desgracia del pasado. La Casa del Esclavo tiene poca cosa que ver y esconde mucha miseria: solo de Gambia fueron raptados más de 450 mil personas rumbo a América. La mayoría esperaron encerradas en las mazmorras de James Island su trágico final. Kunta Kinte, el esclavo que inmortalizó en su novela Alex Haley, fue uno de ellos.
Basado en hechos reales, el libro Raíces (1978) es la historia de una estirpe de esclavos que nace con el secuestro del protagonista en el año 1767 y finaliza con la generación del escritor afroamericano en 1978. Para poder escribirlo, Haley (1921 – 1992) rebuscó en su árbol genealógico y se documentó durante doce años, momento en el que lanzó al mundo la historia de Kunta Kinte y compartió con los lectores palabras como amo, látigo, plantación, massa, mutilación, violación, decencia o esclavitud.
El tiempo y el sonido adoptan otra dimensión en lugares como Janjanbureh, Georgetown. Las imágenes se funden y se sellan, permanecen intocables en la memoria. Y ¿después? Después el espíritu del aventurero se agita seducido por la misma música que ellos bailan, cambiando de ritmo, moviéndose entre el misticismo y la realidad, danzando en un baile delicado, arduo, pasional. La exaltación africana posee. Sus habitantes dicen que “en Gambia no pasa nada”, pero no es cierto. En Gambia pasa todo y, todo lo que pasa, está en Tanji, mi próxima parada.